miércoles, 27 de febrero de 2013

Ecología Humana (examen primer parcial)


Luis Carlos Restrepo









Luis Carlos Restrepo
Nació en Filandia (Quindío) en 1954. Es médico psiquiatra de la Uni­versidad Nacional de Colombia y magíster en Filosofía de la Universi­dad Javeriana. Ha sido profesor universitario y actualmente es Asesor de Proyectos en Psiquiatría Social.

Es autor, entre otros libros, de "El derecho a la ternura" y "Libertad y locura".











"La sociedad contemporánea no sólo está amenazada
por las armas nucleares y los desastres ecológicos.
Se hace necesario además, para beneficio del hombre,
poner en práctica una ecología del espíritu..."
S.S. Juan Pablo II
Mensaje a los Artistas
Octubre de 1986







Prefacio


La Ecología Humana, tal como se desarrolla en la nue­va colección que ofrecemos, tiene como punto de partida la analogía que se establece entre los ecosistemas vivien­tes y el mundo de las relaciones interpersonales. Por tal motivo, para la exposición de nuestra propuesta, no nos interesa ahondar en otros enfoques que se preocupan por los seres humanos en tanto conglomerados poblacionales que establecen relaciones de intercambio energé­tico con los ecosistemas naturales. Nuestro abordaje tie­ne una perspectiva más sutil. Pretende leer, desde una mirada ecológica, el ámbito de las relaciones afectivas y cognitivas que surcan nuestra vida diaria.

Tal perspectiva de estudio se justifica por la similitud que existe entre la crisis ecológica y la crisis interpersonal y valorativa del mundo contemporáneo. Fenómenos como el creciente analfabetismo emocional, las dificulta­des en la vida de pareja y en la vivencia de la intimidad, la funcionalización de las relaciones cotidianas y trastor­nos como la violencia intrafamiliar o la drogadicción, aparecen como expresión de esa torpeza afectiva típica del mundo contemporáneo.

No sólo padecemos de un terrible analbafetismo emocional, sino que hemos aprendido a sacar provecho de nuestra situación. En efecto. Compensamos el despe­cho con un afán de productividad que nos lleva a gene­rar una compulsión por el trabajo y la eficiencia, muy bien vista en nuestra dinámica social. Nada importa que seamos torpes al momento de dar y recibir alimento afectivo, siempre y cuando podamos cumplir con las exi­gencias productivas de la época.

Vivimos un desastre cultural, pues no otro nombre puede darse a una situación en la que tantas personas, de tan diferente condición social o estrato económico, fracasan en sus empresas amorosas. Nos hemos centra­do en el manejo de la información —como si envidiáse­mos a las máquinas—, pero hemos descuidado el cultivo de la sabiduría. Es necesario integrar de nuevo la razón y la emoción. Mientras la información consiste en la manipulación de datos binarios, susceptibles de utilizarse según las categorías excluyentes de lo positivo o lo nega­tivo, la sabiduría atiende a la articulación de estos datos con los afectos y las pasiones, por lo que se abre a la ambigüedad y a los matices propios de la vida humana. Se trata de recuperar ese terreno en que los afectos se cruzan con la información, para aprender a movernos adecuadamente entre seres humanos que se apuestan pasionalmente en sus experiencias sexuales y en su ma­nejo del poder. Es decir, para movernos con audacia en medio de los conflictos humanos sin quedar aprisionados en ellos.

El desastre cultural, o crisis ecológica de la interper­sonalidad, es causado por un conflicto que debe ser ca­balmente representado para que podamos poner en marcha estrategias de reconstrucción de nuestro entorno afectivo. Para lograrlo, definimos el ecosistema como un conjunto de diferencias que interdependen y la crisis ecológica como la ruptura de uno de estos dos ejes, resultado del afán de productividad y del culto a la efi­ciencia. Los fenómenos propios del monocultivo —típico ecosistema artificial— se reproducen en la vida humana, con una diferencia que merece ser señalada. En la vida interpersonal, al conflicto entre dependencia y singulari­dad que existe en todo ecosistema, se añade la torpeza afectiva típica de nuestra cultura al momento de enfren­tarlo. De esta manera, a un problema natural —cual es la lucha permanente entre estos dos ejes— se suma otro problema interpersonal y social, relacionado con la mane­ra como en ocasiones abordamos la dinámica afectiva y las relaciones de poder dentro de la sociedad consumista.

Por tal motivo, nuestra pretensión es dar las claves para resolver este segundo nivel del conflicto, es decir, para superar la torpeza afectiva, a fin de dar al choque entre dependencia y singularidad un cauce sano y crea­tivo para su expresión.

Creemos posible superar el analfa­betismo emocional, para que el conflicto entre depen­dencia y singularidad no se convierta en fuente de sufri­miento innecesario. Para eso, es prioritario aprender a cuidar nuestros nichos afectivos de la polución y la conta­minación derivadas del exceso de diálogos funcionales y la presencia de chantajes afectivos en el mundo interper­sonal. Camino que podemos transitar realizando pactos de ternura, entendidos como una postura ética que brin­da criterios para abordar el choque inevitable entre de­pendencia y singularidad.

Dichos pactos no se limitan a la intimidad amorosa o a la vida de pareja. También en el ámbito laboral y polí­tico es necesario apostarte a la delicadeza, sin caer por eso en la flojera o la melosería. Aunque lo olvidemos con frecuencia, compartimos con los demás seres vivientes necesidades apremiantes de oxígeno, agua y alimento. Pero los seres humanos, además, necesitamos con ur­gencia del afecto, especie de alimento espiritual sin el cual nos marchitamos y hasta perecemos. Nuestro jardín interior necesita de riegos afectuosos, bien sea en forma de caricias, calidez o reconocimiento. Pero este afecto que recibimos y ofrecemos no es siempre el más oportu­no y adecuado. En ocasiones se trata de afecto trasno­chado, o hasta vencido y envenenado, propio de esos amores con codazo y zancadilla que tan profundas heri­das nos dejan en el alma. Por eso, un pacto de ternura es también un acuerdo para realizar un mutuo control de calidad afectiva.
El pacto de ternura no niega que la vida social y amorosa esté llena de conflictos. Al contrario, es necesa­rio reconocer su presencia, aprendiendo a manejarlos sin terminar aplastados a causa de nuestra torpeza. No compartimos una visión simplista de la problemática eco­lógica que aboga de entrada por un retorno a la armo­nía y la estabilidad. A la inversa, no podemos negar que la vida humana y la dinámica viviente serán siempre fuente de conflicto, por lo que se trata de poner en mar­cha estrategias que permitan manejarlo sin terminar apa­bullados por él.

Esta ética del conflicto la resumimos en el paradigma de la ternura, o mejor aún, de la ecoternura. La ternura resume nuestra postura actitudinal ante la crisis ecológi­ca, pudiendo entenderse como un aprendizaje social que exige una reconstrucción de la cultura desde la proximi­dad; revolución de la vida cotidiana que nos invita a asu­mir, como horizonte ético, una reflexión sobre el poder, la libertad y la decisión, para aclimatar un uso delicado de la fuerza.

La ternura es la manera de combinar nuestra vehe­mencia por modificar el mundo con el respeto a las mutuas necesidades de expresar la singularidad, sin poner por eso en peligro la reciprocidad afectiva. La ternura es un derecho y un deber de la vida cotidiana, que es ur­gente aprender a respetar. De esta manera impediremos la aparición de esos terribles chantajes afectivos, median­te los cuales le hacemos saber a la persona amada que le entregamos cariño sólo si se acopla a nuestros capri­chos e intereses. No tenemos por qué resignarnos al de­samor y al despecho. Podemos reaprender nuestra vida amorosa, dejando de lado hábitos y creencias que nos traen más daño que beneficio.

El enfoque de Ecología Humana es tanto una meto­dología amplia de reconstrucción cultural e interpersonal, como una perspectiva válida para enfrentar problemas de drogadicción, dificultades en la vida sexual y afectiva, y desbordes de violencia que ponen en peligro la vida civil y la convivencia. Es una nueva manera de entender el amor y la democracia, que busca apuntalar algunos ejes axiológicos cuya importancia se ha desdibujado en el mundo contemporáneo. Lo ofrecemos como una me­diación conceptual que puede servir de herramienta dia­lógica en los procesos autogestivos de reconstrucción afectiva, valorativa e interpersonal, que se han converti­do en una prioridad cultural del mundo occidental.

Quiero, finalmente, expresar mi agradecimiento al Dr. Juan Francisco Pérez, quien colaboró de manera diligente en la organización didáctica de los ejes del Ecosistema Humano, facilitando la labor del lector y el pedagogo. Reconocimiento que hago extensivo al comunicador y publicista Hernán Salamanca, por su valiosa contribución a la redacción del capítulo séptimo. Sus aportes han si­do fundamentales para la elaboración del presente texto.

El Autor





Primera Parte
El marco de la crisis


Visión catastrófica de la ecología

Programas radiales, películas y grabaciones de tele­visión, han tematizado el medio ambiente en términos negativos, acumulando informes y expedientes que seña­lan factores de polución, contaminación, exterminio de especies y agotamiento de recursos. Quizá por eso, mu­chos consideran que la ecología consiste en una identifi­cación de factores nocivos que deben ser expulsados de la convivencia ciudadana.

El pensamiento ecológico queda, de esta manera, convertido en un juicio maniqueo donde el mal es confi­nado a las modernas civilizaciones industriales, que deben ser sometidas a un tratamiento moral por padecer, como afirma Fierre George, una enfermedad vergonzosa.

Sin negar que la angustia y el temor generados por la crisis medioambiental tiene un sólido soporte en la rea­lidad, cabe aceptar también que las imágenes acuñadas para representarla expresan en gran medida un compo­nente psicológico y afectivo relacionado con el terror que producen los cambios inesperados. La sociedad humana cruza por un momento de innovación que pone en entredicho su identidad cultural y biológica, episodio crí­tico que con buen olfato periodístico el escritor nortea­mericano Alvin Toffler denominó el "shock del futuro".

Los cambios acelerados de la sociedad contem­poránea, con el concomitante derrumbe de tradiciones y costumbres consideradas hasta ahora inamovibles y perennes, pueden ser vividos como una ola desestabiliza-dora que pone en peligro los fundamentos de la vida hu­mana, generándose añoranzas por un mundo que se hunde y en el que se cifran los ideales de una hipotética felicidad perdida.



Paradigma de la época

La ecología y la temática del medio ambiente repre­sentan, no cabe duda, un paradigma de la época. Pero como sucede con todo paradigma, también éste reúne en su seno tendencias ambiguas y contradictorias, convir­tiéndose en lugar común de la charla cotidiana y la ideo­logía.

No podemos olvidar que cuando los conceptos entran en circulación, empiezan a sufrir un desgaste similar al de las monedas viejas, en cuya superficie no es posible distinguir ya, ni la figura del procer que las caracterizaba, ni aún menos la inscripción que certifica su cuantía. Des­dibujadas, ya nadie recuerda su significado primero.

Es necesario impedir una salida facilista que convierta la ideología del medio ambiente en un nuevo factor de consumo, con ocios programados en la montaña o en los parques recreacionales, con éxodos turísticos costeables a crédito o actividades apoyadas por un ferviente misticismo de corte oriental que, al igual que la ecología, aparece también como una ideología de moda.

La temática ecológica y la información relacionada con el medio ambiente se han convertido en contenido predilecto de agitación de grupos y clubes que acuden a la opinión pública para arrastrarla a una cruzada que esconde, en no pocas ocasiones, una mitología rural que pretende señalar la pureza del campo y la naturalidad de las costumbres bucólicas como alternativa frente a la corrupción de la ciudad, la técnica y la civilización.

Al presentarse nuestra época como un momento de mutación que pone en entredicho la identidad cultural, e incluso la identidad biológica, son muchos los que reac­cionan con una ideología del terror, pues, para ellos, el futuro, siempre impredecible, sólo logra perfilarse con las características de lo monstruoso. Esta vuelta a la na­turaleza y al ideal de la campiña rememora el viejo sueño de una edad de oro sin enfermedad ni sufrimiento, de hombres vigorosos y costumbres sanas, época que, por supuesto, sólo ha existido en la nostalgia que se anida en la imaginación humana.

Al igual que los habitantes de las ciudades son ace­chados por los peligros de la radioactividad, la polución, la lluvia acida y las creaciones tecnológicas, también durante siglos los grupos humanos que tuvieron o si­guen teniendo su habitat en bosques o praderas han vi­vido en intimidad con el dolor y la muerte, compartien­do sus días con animales venenosos, endemias y parasitosis.


¿Qué camino tomar?

La simplificación de las propuestas ecológicas y su identificación con una mirada apocalíptica sucede, tal vez, porque es más fácil convertir la crisis ecológica en campo de militancia que en motivo de reflexión. Siempre es más sencillo lanzar desde la tribuna un anatema, que preguntarse por las condiciones culturales que hicieron posible la aparición de la situación que nos acongoja. Lo que debe quedar claro no es tanto la necesidad de una "vida más natural", alejada de la sociedad de consumo, con ejercicios matutinos de yoga y dieta a base de soya, sino que la crisis ambiental y ecológica nos obliga a tomar conciencia de nuestra pertenencia a la naturaleza, de la que nos habíamos creído independientes y desliga­dos. Superando la arrogancia, es necesario reconocer que vivimos en un ambiente finito, de recursos limitados, que eventualmente puede ser destruido por la acción humana. Las dificultades generadas en la interacción con otras especies vivientes nos colocan en una situación de peligro para la vida, que nos obliga a buscar nuevas estrategias de convivencia.

Por uno de sus lados la crisis ecológica se revela con características negativas, como contaminación del eco­sistema y alteración de los factores y cadenas que ase­guran el funcionamiento de la biosfera. Este fenómeno, conocido genéricamente como polución, hace referencia a las acciones humanas o efectos derivados de ellas que terminan destruyendo las condiciones indispensables pa­ra la existencia de la vida. La polución es un valor límite que se ha ido descubriendo por sus efectos negativos y que señala el punto a partir del cual las aguas, el aire, el suelo o los alimentos, se tornan inhóspitos para la re­producción de las cadenas vitales. Por otro lado, la refle­xión sobre el medio ambiente se nos revela como parte de una crisis de la racionalidad humana, señalando los límites de las ¡deas de desarrollo y progreso, así como el fin del optimismo que propugnaba la confianza ciega en las bondades de la ciencia y la tecnología. Lo que inicial-mente se presentó como simple contaminación del me­dio ambiente en sus constituyentes físico-químicos, vino a revelar de contragolpe una crisis del pensamiento occi­dental, de nuestras categorías valorativas y del mundo de nuestras relaciones interpersonales.

La racionalidad ilustrada, que se había concedido a sí misma las características de autónoma e infinita, ha tenido que reconocerse dependiente y limitada. Este des­cubrimiento genera una fractura en la imagen que el ser humano tiene de sí mismo, siendo por tanto motivo de lamentos y extravíos. Si bien es explicable que se produz­can trastornos culturales al vernos obligados los seres hu­manos a introducir cambios acelerados en nuestros pa­trones de vida y sistemas de creencias, no pensamos que la salvación esté en defender a capa y espada una cierta identidad cultural y biológica o en regresar a claves sim­bólicas perdidas en la noche de los tiempos, cuyo aban­dono y transgresión pueden ubicarse como causa directa de nuestros males. Vivimos un período de transición cuya singularidad no puede quedar atrapada en reminiscencias pastoriles que siguen perpetuando la miseria del pa­triarcado. ¿Qué es entonces lo peculiar del enfoque eco­lógico? ¿Será acaso mirar al ser humano y la naturaleza como un todo? ¿O reeditar viejos principios de la cultura cuyas prescripciones jamás debieron ser violadas? ¿No será propender por una ética de la responsabilidad personal que tenga como marco filosófico una reivin­dicación del ser frente al tener? ¿O mirar a la persona, la naturaleza viviente y los ciclos cosmológicos, como fe­nómenos sometidos a leyes soberanas, a cuyo dictado la soberbia humana no se ha querido someter? ¿Será acaso la aclimatación de un renacimiento religioso que asigna nuevos lugares al deseo y al valor, alimentándose de antiguas cosmogonías orientales e indoamericanas? ¿O, como sugiere el noruego Arne Naess, pasar de una ecología superficial a una ecología profunda, semejante a una biocibernética propicia para convertirse en una nueva cosmovisión del hombre occidental?


Necesidad de una ecosofía

Parece ser una constante de la intelección humana su énfasis en nombrar y conceptualizar lo ausente, convir­tiendo en objeto de pensamiento aquello que hemos perdido. Por haber constatado que no éramos soberanos ni autónomos, que nuestra acción es limitada y finita la razón, el mundo contemporáneo ha logrado poner so­bre el tapete los temas del medio ambiente y la interde­pendencia ecológica.

Hasta el presente los ecosistemas artificiales humanos se han construido, dentro de la tradición occidental, en oposición a los ecosistemas naturales, confrontación que alcanzó un punto límite al considerarse que los fenóme­nos humanos, y en especial la voluntad, gozaban de un estatuto por completo diferente a las leyes de la natura­leza. Fue esta concepción la que tipificó aquella conocida oposición entre naturaleza y cultura. Hoy la voluntad y la autonomía, otrora facultades soberanas de la concien­cia, aparecen vulneradas. No son más que un espejismo de arrogancia. En lugar de oponerse al mundo que nos rodea, la conciencia, el pensamiento y la cultura, se nos revelan como micromundos inscritos dentro de un eco­sistema natural mucho más amplio, con el cual están en constante interdependencia.

"Yo he sido cauchero; yo soy cauchero; y lo que hizo mi mano contra los árboles puede hacerlo también contra los hombres", escribió con pesadumbre José Eustasio Rivera en La Vorágine, recordando que la destrucción de la naturaleza es la otra cara de lo que sucede al interior de las relaciones humanas. La exigencia de productividad a ultranza que caracteriza al capitalismo contemporáneo se aplica también, con igual fuerza y violencia, a la vida interpersonal. El mismo modelo de pensamiento que produce la destrucción de la naturaleza, que atenta contra la variabilidad de las especies y contamina nuestras fuentes nutricias, es causante de una amplia gama de violencias interhumanas, desde aquellas violencias con sangre que tienen su más cabal expresión en el genocidio y la guerra, hasta las más sutiles violencias psicológicas o violencias sin sangre que se despliegan en la intimidad.

Por eso es necesario avanzar en la desarticulación de las compulsiones culturales ligadas al ecocidio, cadenas de repetitividad que a la vez que nos confieren identidad nos condenan al desastre. Han quedado en cuestión tanto el criterio de productividad a ultranza como la ra­cionalidad capitalista que toma por única bandera el cre­cimiento económico. Seguir separando competencias en­tre una racionalidad instrumental, destinada al dominio de las cosas, y una ética interhumana, orientada hacia las personas, es favorecer una disociación peligrosa, pues finalmente, quien manipula y violenta a la naturaleza ter­mina también destruyendo al mundo interhumano.

Siendo la economía y la política ecosistemas culturales cuya racionalidad ha sido afectada por la crisis, es indu­dable que el discurso ecológico no puede ser algo distinto a una ética de la acción humana que involucra, en con­junto, tanto a los seres vivientes como al planeta tierra. Su esfera de acción son los sistemas simbólicos, valorati­vos y estéticos, que constituyen y reglamentan la vida cotidiana de las personas, modulando tanto los juegos de poder como el ejercicio técnico y productivo que rea­lizamos sobre la naturaleza.

Creemos, por eso, en la necesidad de abrirnos a una ecosofía, sabiduría de las interacciones cotidianas que es a la vez ética y estética, intelectual y sensorial, técnica y política, contextual y singular. Sabiduría —o sofía. como dirían los griegos—, que definiera muy bien Aristóteles en su Etica a Nicómaco como una capacidad para encontrar la ocasión propicia - kairos - para la acción, siendo capa­ces, además, de actuar siempre según una lógica del jus­to medio. Sabiduría que integra el saber de la naturale­za con el saber de la cultura, a fin de regular las interac­ciones humanas y nuestros ejercicios de poder. Sabidu­ría que tiene como eje central la defensa de la irrepeti­ble singularidad de los seres vivos y el cuidado de sus re­des de interdependencia.


Sabiduría ambiental

Podría parecer excesivo exigirle a un ciudadano contemporáneo buscar con ahínco la sabiduría, porque hoy nos conformamos con menos. Basta con poseer un poco de información, utilizable según las certeras reglas del cálculo, para creer que bordeamos los límites de la realización profesional. La ambición ha sido reemplazada por la codicia. Ya no deseamos un nuevo horizonte; nos basta una nueva cuenta bancaria.

Haber extendido el campo de lo contable a costa de arrasar el mundo de lo sensible, conduce a una ceguera existencial que tiene como efectos secundarios analfabe­tismo emocional, torpeza y sufrimiento. No obstante sa­ber de las operaciones básicas —sumar, restar, multipli­car y dividir— y ser capaces de funcionar según el len­guaje binario que resume la vida en oposiciones irreduc­tibles —blanco o negro, positivo o negativo—, no pode­mos negar que algo fundamental se nos escapa. Algo que otras generaciones o culturas han considerado de central importancia, llamándolo "tacto", prudencia o sa­biduría. Términos propicios para evocar un saber ambiental que nos permite movernos entre las contra­dicciones sin terminar aplastados por ellas, como el ve­lero que en medio del mar canaliza en su provecho la fuerza desatada de vientos peligrosos y encontrados.
Mientras la información prescinde de los afectos, la sabiduría sabe cruzar con habilidad datos y sentimientos. Saber contextual y apasionado, conocimiento aterrizado donde lo abstracto y lo anecdótico se integran de cara siempre al mundo de lo sensible, la sabiduría es un cono­cimiento propio de la vida cotidiana que integra la ética y la estética, haciéndolas solidarias de la ciencia y la polí­tica. Saber que integra el chisme al razonamiento, y el humor a la pedagogía.

Dimensión de esa epistemología de lo local en que pusiera sus mejores esperanzas Gregory Bateson, la educación ambiental se presenta como educación con­textual y coloquial, tierna y sensible, que sabe resquebra­jar la rígida dinámica del aula sin perder por eso la pa­sión por el saber exacto ni el ejercicio crítico y distintivo del conocimiento.

De espaldas a la sabiduría, la escuela tradicional parece haber pactado con el monocultivo. Lo importante en ella es la uniformidad y no la diversidad, por lo que el estudiante se torna incapaz de responder a lo azaroso, a lo caótico y relacional de un bosque, una calle, un cen­tro comercial o un encuentro amoroso. Preparado para atender sólo a la voz del profesor en el espacio artificial del aula, el pupilo se muestra incapaz para aprender y decidir de cara a la interacción y al riesgo, a ese juego de retos y atracciones que es la vida diaria.

Como nos ha enseñado Gustavo Wilches-Chaux, la ecosofía exige apasionamiento para relacionar lo conoci­do con lo desconocido, de igual manera que para el enamorado un nuevo objeto adquiere significado cuando lo­gra traerle mensajes de su amada, y humor para relativi­zar lo ya explicado y conquistado, vacunándonos contra la rigidez y el dogmatismo al reconocer una verdad in­completa que busca un nuevo encuadre, un nuevo hori­zonte para relacionarse y confrontarse.

Relacionar y relativizar son los componentes básicos de una experimentación vital que abona el terreno del espíritu para tomar decisiones sobre la calidad ambiental de nuestros ecosistemas. Calidad ambiental que debe ex­tenderse, además, a nuestro mundo interpersonal, afec­tado de tal manera por el eficientismo y la funcionaliza­ción, que hemos caído en un analfabetismo sensorial y afectivo que nos impide avanzar hacia los horizontes de una sana convivencia.

Sin desconocer el deseo analítico de precisión, que no quiere confundirse con la instrumentalización utilitaria y burda, la educación ambiental adquiere los visos de una exploración empírica de la vida que sabe respetar lo mis­terioso y sagrado que en ella se alberga. La ecosofía es un nuevo ritual que aspira, con pleno derecho, a la con­dición de gramática vivencial, que se esmera en el cuida­do de la singularidad, a la vez que fomenta las redes de interdependencia.





Segunda Parte
Crisis de la racionalidad occidental


Desterritorialización masiva

Más que la búsqueda de viejas armonías, o la defensa empecinada de la estabilidad en un planeta donde el 98% de las especies que nos han precedido en la historia evolutiva se encuentran desaparecidas, lo que se incuba con la reflexión ecológica es una nueva forma de racio­nalidad, surgida de una experiencia de finitud que expe­rimenta conmocionada una cultura que había pensado no tener ningún límite.

Las creencias y comportamientos que nos han condu­cido a la actual encrucijada, se constituyeron desde sus orígenes bajo la tutela simbólica de una cultura del de­sarraigo y el destierro. Los pueblos no occidentales, bien sea los mesopotámicos o europeos, antes de la instau­ración del Imperio de Occidente, o las sociedades exó­ticas con las que nuestra civilización ha entrado en con­tacto durante los últimos siglos, se han caracterizado por estar férreamente ligados a la tierra, a la geografía que los abriga, la que adquiere con sus contornos geológicos o su riqueza animal y vegetal un importante pa­pel en sus mitos, ritos y tradiciones. Los dioses están vin­culados a la tierra, la fauna y la geografía, impidiéndose una disociación entre naturaleza y cultura. La vida de los seres humanos se encuentra estrechamente ligada a la de los animales y los bosques, entendiéndose que la muerte de éstos representa también una amenaza para los primeros. La cultura occidental, al contrario, se cons­tituye con los caracteres que le son propios al romper los pueblos sus relaciones matriciales con el entorno, produ­ciéndose una profunda vivencia de desarraigo.

Rotos los lazos directos con el entorno geográfico, la naturaleza se convirtió en enemiga del hombre, opositora que podía ser destruida, pues sus dioses tutelares no te­nían ya ningún poder para protegerla. Se favoreció la ilu­sión de la autonomía de la cultura y de los individuos frente a la naturaleza y sus redes de dependencia, decla­rándose el hombre soberano ante el cual las demás espe­cies animales y vegetales debían someterse. La autono­mía, que en las antiguas mitologías estaba reservada só­lo a algunos dioses y era raramente concedida a los hom­bres, a no ser en términos negativos, fue atribuida en nuestra cultura al ser humano, de manera universal y ge­nérica. Con ella, asumimos también toda la simbología guerrera que la acompaña.

La palabra espíritu, que antes del advenimiento de la cultura occidental señalaba la irreductible peculiaridad de pueblos, vivencias y comunidades —recordar el pneuma griego o la ruah hebrea—, se convirtió con el paso del tiempo en la instancia opuesta a la naturaleza, desde la cual se justifica la depredación en nombre de la voluntad soberana. Prima sobre la naturaleza una voluntad de do­minio, marco valorativo que exalta la actitud del con­quistador que avasalla la totalidad del planeta, destru­yendo sin compasión las singularidades que se le oponen.

Pero, más que un interés heroico, lo que animó final­mente la cultura y la racionalidad occidental fue un afán productivo. Los atributos del guerrero fueron transferi­dos al empresario y, sin darnos cuenta, quedamos escla­vizados por el efectivismo. Movido por la necesidad de progreso, el hombre occidental encuentra una figura predilecta en la acumulación monetaria y el incremento de la productividad, con lo cual la naturaleza termina siendo vista como recurso a explotar, fuente de riqueza que debe satisfacer sin límite las ambiciones empresa­riales. De la afirmación de autonomía sólo quedó el te­mor a la dependencia y la actitud arrogante de creernos por fuera de los ecosistemas y de la naturaleza. Lo otro no fue más que esclavitud burocrática.

Como consecuencia de la desterritorialización brusca y masiva —activa todavía en la migración del campo a la ciudad y la conformación de grandes cordones de miseria en las urbes del Tercer Mundo—, se generaliza una sen­sación de angustia y desarraigo que encuentra válvula de escape en los afanes consumistas de estas masas flotan­tes, a las que no se ofrece identidad diferente a la que venden empresarios y publicistas. Con su ronda de ilusio­nes, la dinámica de mercado encuentra la manera de ca­pitalizar a su favor las necesidades de afirmación cultural y de sentido de pertenencia, resquebrajados en una sociedad que ha desacralizado el territorio, convirtiendo todo lo que llega a sus manos en valor contable, objeto de transacción y consumo. De esta manera, la masificación y el fetichismo de la mercancía pasan a reemplazar la ausencia de auténticos procesos de singularización y de sólidos lazos de interdependencia.

La lógica ecológica, pensada desde una perspectiva espacial y sensorial, exige en consecuencia que se pro­duzcan nuevas territorializaciones y se establezcan redes flexibles de interdependencia, que por supuesto no serán una simple imitación de las ya perdidas. Se trata de enfrentar el reto cultural de construir un nuevo tipo de racionalidad y de subjetividad que, sin caer en ideali­zaciones del pasado, ponga dique a las dificultades pro­pias del modelo de desarrollo que vivimos.


Sociedades calientes

Todo problema ecológico es, a la vez, un problema político y económico, como parece ser válido para la rea­lidad designada con la raíz griega oikos. La crisis ecoló­gica no es solamente una crisis de la cultura y de la ra­cionalidad vigentes. Es también una crisis del modelo so­cio-económico que ha terminado por imperar en Occi­dente.

Claude Levi-Strauss nos ha dado la clave para enten­der en parte la singularidad del desarrollo occidental que conduce a los fenómenos de acumulación y explotación, que subyacen a la problemática medio ambiental. El conocido etnólogo francés ha distinguido entre dos tipos de sociedades humanas. Unas que podrían llamarse frías, cuyo medio interno está próximo al cero de temperatura histórica, por lo que se resisten a una modificación de su estructura, explotando el medio de manera que garan­tizan a la vez un nivel de vida modesto y la protección de los recursos naturales. Tales sociedades llevan una vida política fundada en el consentimiento, sin admitir otras decisiones que las tomadas por unanimidad. Otras sociedades, las llamadas calientes, aparecidas en diversos puntos del mundo a la zaga de la revolución neolítica, utilizan como motor de la vida colectiva separaciones diferenciales entre poder y oposición, mayoría y minoría, explotadores y explotados. Esta solicitud sin tregua a la diferenciación entre castas y clases, les permite extraer de sí mismas devenir y energía, abriendo en su estructura un hiato para que pueda irrumpir la historia.

Entre las sociedades calientes sobresalen aquellas ciudades y estados que, en la cuenca mediterránea y el Extremo Oriente, construyeron un tipo de convivencia donde las separaciones diferenciales entre los hombres —dominantes unos, dominados otros— podían ser utiliza­das para producir cultura a un ritmo hasta entonces des­conocido e insospechado. De la experiencia acumulada en esas ciudades-estado se alimentaría después la ma­quinaria burocrática y militar del Imperio Romano, nues­tro ancestro directo.

Aunque sus pilares se sentaron en la antigüedad tardía, la cosmovisión que nos condujo al desastre eco­lógico alcanzó su punto culminante con el advenimiento del modo de producción capitalista y la revolución industrial. Se acentuó entonces hasta extremos inconce­bibles la oposición entre el campo y la ciudad, dándose las condiciones para una explotación intensiva de los ecosistemas creados por el hombre, con extracción ace­lerada de materias primas, constitución del mercado mundial y productividad a gran escala.

La empresa tecnológica y científica de Occidente que dio soporte conceptual e instrumental a la revolución capitalista, fue abanderada por el filósofo inglés Francis Bacon, quien a comienzos del siglo XVII apadrina la racionalidad del capitalismo naciente, argumentando su planteamiento a partir de una curiosa interpretación del relato bíblico de la creación, según la cual, por designio divino, el hombre es amo absoluto de la naturaleza, siendo su destino dominarla. El "procread, multiplicaos y henchid la tierra" (Gn 1, 27), sometiendo los peces del mar, las aves del cielo y todo cuanto se mueve sobre el planeta, era para Bacon una especie de mandato a los empresarios y mercaderes que debía cumplirse como si se tratara de un celoso mandamiento.


Conquista: neolítico abortado

Las empresas de conquista europea que acompañaron los albores de la edad moderna, tendrían como conse­cuencia extender los desastres ecológicos a los llamados países en vía de desarrollo. En Latinoamérica, y de mane­ra especial en la cuenca amazónica, la intromisión de la cultura occidental condujo a lo que Augusto Ángel ha llamado el neolítico tropical abortado. El gigantesco es­fuerzo de adaptación realizado durante miles de años por el hombre americano, fue cortado de raíz por la conquis­ta europea, siendo reemplazadas sus formas organiza­tivas por un modelo de saqueo y dependencia externa, que no dio ninguna importancia a las culturas indígenas como formas exitosas de adaptación al medio tropical.

Durante siglos, los indígenas amazónicos habían mantenido y perfeccionado prácticas agrícolas que recu­rrían a la variedad genética disponible en el área para mantener una adecuada provisión alimentaria, no obs­tante los obstáculos que se presentaban para el cultivo sostenido, por la diversidad climática y ecológica de la zona.

A pesar de la crisis sufrida por el encuentro de las dos culturas, se sabe de comunidades como los Desana, que todavía en la actualidad manejan cerca de 40 variedades de yuca utilizables en diferentes medios de cultivo, y de otras etnias que han logrado, mediante cuidadosa selec­ción de caracteres, un mejoramiento en el tamaño y pro­ductividad de los frutales. Es ya legendaria, por demás, la riqueza en plantas biodinámicas, integradas muchas de ellas a las prácticas rituales y curativas de los indíge­nas de la región. Al ser roto su sistema de vida por un nuevo modelo productivo que no tiene en cuenta la sin­gularidad biológica de la zona, se dan las condiciones pa­ra que estas tierras se vean amenazadas por la defores­tación masiva, la erosión y la desertificación.

La crisis ecológica es la suma de muchos fracasos de nuestra cultura que, al declararse autónoma respecto a la naturaleza, empezó a chocar con las limitaciones que le imponen sus propias cadenas de dependencia, ahora violentadas y rotas. La salida no puede ser un regreso al neolítico ni una idealización del indígena amazónico. De lo que se trata es de entender que si bien la alteración del equilibrio ecológico y la transgresión de las leyes bio­lógicas parecen ser acompañantes ineludibles de la his­toria humana, es necesario pensar en la manera de rein­tegrar la cultura a la naturaleza, y la economía a la eco­logía, corrigiendo a tiempo los efectos indeseables que pueda tener la acción humana.

No se trata de expulsar al ser humano de santuarios naturales reservados para la contemplación bucólica, sino de articular competencias, sin caer en el error de abrirnos sin limitaciones a una economía cuyo único interés parece ser la maximización de la ganancia con el mínimo de inversión, concibiendo los problemas ambien­tales como una consecuencia inevitable del desarrollo. Articular un ecosistema singular a una cultura, no tiene por qué implicar la mutilación de una realidad vital en beneficio de otra; admitiendo que ambas se transforman en el intercambio, de lo que se trata es de enriquecerlas mutuamente, haciendo posible su coexistencia.


Límites de la acción técnica

Las fallas implícitas en la unidireccionalidad de la racionalidad operatoria y en la linealización de la actividad humana pensada por objetivos rentables e inmediatos, quedaron claras hace más de cien años a raíz del episodio suscitado entre los cultivadores de caña de Jamaica, reafirmándose en el siglo XX con el suceso bastante conocido de contaminación mundial por el DDT.
En 1872 fue llevada a la isla caribeña la mangosta para acabar con los roedores que diezmaban, las co­sechas, pero una vez que éstos fueron aniquilados, apa­recieron nubes de insectos portadores de nuevas plagas, que pululaban al haber desaparecido el control natural que sobre ellos realizaban los animales exterminados. Este fenómeno, que para entonces quedaba limitado solamente a la esfera biológica, tomó dimensiones alar­mantes cuando comprometió, en el siglo XX, a la indus­tria química que se extiende por doquier en la sociedad contemporánea.

La alarma se generalizó después de la victoria obte­nida con el DDT para controlar, durante la Segunda Gue­rra Mundial, enfermedades como el tifo y la peste, al aplicar a la ropa de los soldados sustancias del grupo de los cloruros orgánicos con las que se eliminaban pulgas y piojos, insectos transmisores de las temidas enferme­dades. Después del éxito obtenido durante la guerra, el uso de pesticidas químicos se extendió a la agricultura y a otros insectos transmisores de enfermedades como el paludismo, llegando a pensarse que la industria química había dado a la humanidad los medios para liberarse de algunos de sus más viejos enemigos.

No tardaron, sin embargo, en aparecer los efectos indeseables. Mucho más compleja de lo que el hombre había imaginado, la naturaleza evidenciaba lo limitado de la previsión humana. Las nuevas sustancias no sólo acabaron con insectos dañinos sino también con de­predadores y parásitos que ayudaban a controlar las pla­gas. Peces, aves y mamíferos, y en general todo ser vi­viente que se pusiera en contacto con ellas, podía ser da­ñado. Se descubrió además que insecticidas como el DDT eran virtualmente indestructibles. Se acumulaban cada vez más sobre la tierra y el agua, o en los tejidos animales, continuando su acción devastadora con efica­cia inalterable. Las aves que se alimentaban de insectos o peces fueron las primeras en resultar envenenadas, ya que el DDT afectaba su reproducción, apareciendo sus huevos con cascaras excesivamente delgadas o carentes de ellas. En aguas continentales y costeras la pesca resul­tó afectada al comprobarse que los peces contenían DDT en cantidades peligrosas para la salud humana. Lo que se había tomado como bendición adquirió las carac­terísticas de calamidad, quedando claro que los pro­ductos de la industria química, al ser introducidos en la biosfera, ponían en peligro el intrincado funcionamiento de las comunidades de animales y plantas, sin que el hombre, que los había fabricado, quedara exento de sus efectos. La racionalidad tecnológica y teleológica mos­traba así sus debilidades, abriendo paso a un modelo de causalidad recíproca que se oponía tanto a la metafísica tradicional como al materialismo vulgar, absortos ambos en la absolutización de una causalidad unidireccional.


Ecología de la resíngularízación

El propósito central de una propuesta ecológica resi­de, según una hermosa expresión de Michel Serres, en firmar un nuevo pacto con el mundo, poniendo en prác­tica un derecho que haga resistencia a la violencia automantenida, que marque límites a la acción humana sin caer en reglamentaciones totalitarias, ni desconocer las variaciones que florecen alrededor de las fronteras. Un derecho abierto a la topología de lo flexible que, como anunciara Félix Guattari, favorezca la emergencia de prácticas innovadoras de recomposición de las subje­tividades individuales y colectivas. Sólo las fuerzas de sin­gularización pueden enriquecer los ecosistemas y potenciar su existencia. De allí la necesidad de recuperar sujetos o realidades singulares que han quedado atrapa­das en la serialización, inventando para ello, si fuese ne­cesario, nuevos contratos de ciudadanía.

En un mundo en que las redes de parentesco tienden a reducirse al mínimo y la vida doméstica aparece inun­dada por las ofertas consumistas de los medios masivos de comunicación, la ecosofía adquiere el carácter de de­rrotero vital para impulsar nuevas formas de sensibilidad e inteligencia, capaces de incidir con lucidez en la verti­ginosa dinámica del mercado mundial de los bienes y de­seos. Teniendo como égida ético-estética el simultáneo fomento de la singularidad y cuidado de la interdepen­dencia, la ecosofía recurre a una lógica intensiva preocu­pada por localizar vectores de singularización, para ro­dearlos de un territorio existencial donde sea posible acli­matar valores que nos protejan de la avalancha consu­mista.

La lógica ecológica es pre-objetal y relacional, porque incluye en sus análisis de manera simultánea al sujeto y al territorio. Ecología que se muestra atenta tanto a los signos y a las ideas, como a las redes interhumanas y a los terrenos por donde los seres vivos se desplazan, sin descuidar la creación de nuevos conceptos que den cuenta de estas modalidades singulares y abiertas de autorreferencia existencial. Abordaje que permite apre­ciar las actividades humanas y las finalidades del trabajo en función de criterios diferentes a los del rendimiento y el beneficio mercantil inmediato. Proceso de heterogéne­sis, ecología de la resingularización que encuentra so­porte en algunas cosmovisones de la América precolom­biana que sobrevivieron al ecocidio de la conquista.

En las culturas amazónicas el chamán es, como dice Gerardo Reichel-Dolmatoff, un ecólogo consciente y efi­ciente, atento a los parajes liminares que separan y arti­culan a los ecosistemas. Para eso tiene en cuenta el color de las flores y las mariposas, el olor de las maderas, la transparencia de las aguas y las diferencias de tempera­tura. Perspectiva mucho más fina y singularizadora que la utilizada en nuestra cultura para el cálculo de los re­querimientos o gastos energéticos en la ecología de po­blaciones.
El término Desana para designar el ecosistema — ka­doaro— puede ser traducido como "lugar de resonancia". La singularidad —lo que está allí, lo que está dado—, re­bota y resuena en un espacio cruzado por una intensidad propia, única, que se expresa en la tonalidad de la vege­tación, la intensidad de los sonidos y los olores, la lumi­nosidad y la temperatura. Como dice Guilles Deleuze, lo propio de la singularidad es resonar hasta constituirse en ritornelo, en fuerza de enunciación que es a la vez pro­fundidad y proyección, signo de lo propio y apertura a la diferencia.

Para los indígenas americanos la conservación del medio ambiente tiene un profundo sentido ético, actuali­zando en las situaciones de crisis mensajes que advierten contra el exceso y les invitan a ponderar sus acciones. La suya es una economía anti-excedente que se levanta contra el abuso y la explotación en todas sus formas. Alrededor de la singularidad y el ecosistema, las simbo­logías amerindias y las actuales propuestas ecosóficas levantan un espacio tabú, un territorio sacralizado que exige del intruso delicadeza y apertura mental para captar las fuerzas que allí habitan y cuyo desconocimien­to puede generar destrucción y muerte. Dinámica cog­nitiva que nos obliga a integrar los más amplios rasgos del pensamiento abstracto con las pautas sintetizadoras, éticas y ecosóficas, capaces de orientar la acción diaria.












Tercera Parte
Ecosistema y libertad humana


El sistema acentrado

Un ecosistema funciona de manera muy distinta al comportamiento programado de los seres humanos, pues a diferencia de éstos no cuenta con un aparato central que vigile y prevenga los desequilibrios. A falta de un sistema de control jerárquico, se beneficia de un sistema de causalidad retroactiva que encadena, a mane­ra de bucles, cada uno de los efectos producidos por las singularidades que lo componen.

Para entender el ecosistema es necesario separarnos de la idea simplista de organismo como maquinaria de relojería que centraliza por sí mismo su constancia y regulación, protegiéndose de las inestabilidades prove­nientes del exterior. Dentro del ecosistema no existe cen­tro director ni memoria que sirva de patrón constante a una función de monitoría. La lógica del ecosistema parece ser una lógica acentrada, por completo diferente a la lógica artificial de las máquinas producidas por el ser hu­mano y a la manera de funcionar de los organismos burocráticos. No hay en los ecosistemas unidad originaria que se preocupe por integrar las diferencias, ni disposi­tivo que luche por asegurar su permanencia. Lo que nos revela el ecosistema es el funcionamiento de una vida sin memoria centralizada, sin programa previo, sujeta a fe­nómenos de campo donde cada nuevo suceso produce un reacomodo de los puntos de equilibrio a partir de un fino juego de superficies.

Illya Prigogine ha mostrado cómo los fenómenos vivientes están constituidos a partir de estructuras dísipativas propiciadoras de lo que él llama orden por fluctuación, propuesta que retoma la sugerencia de Claude Bernard de considerar la vida como una esta­bilidad inestable. Como las estructuras vivientes son crea­das y mantenidas gracias a los intercambios con el mun­do exterior en condiciones de no equilibrio, están siempre abiertas a la formación de modalidades cooperativas nuevas. El no equilibrio funciona como una coacción ex­terior, constatándose que una estructura nueva sólo nace después de una inestabilidad del sistema, apare­ciendo un nuevo orden que corresponde, esencialmente, a una fluctuación gigante, estabilizada de manera tran­sitoria por efecto de intercambios termodinámicos con el mundo exterior.

La estructura disipativa es producto de un estado de no equilibrio que recoge pequeñas corrientes de con­vección que transportan energía calorífica a la manera de fluctuaciones, llegando por momentos a adquirir tal amplificación que dan lugar a estados macroscópicos más organizados. El equilibrio termodinámico ideal, ca­racterizado por la homogeneidad, sólo es posible en sis­temas cerrados, lejanos del entorno vital donde priman los fenómenos de oscilación propios de los ecosistemas. La vida es un sistema abierto, cuyos articuladores de con­trol consisten en dispositivos no lineales de activación, inhibición y autocatálisis, que aseguran el aporte de re­querimientos termodinámicos en condiciones de no equi­librio. Conjunto de oscilaciones mantenidas que han formado sus códigos bioquímicos y genéticos a partir de una sucesión de inestabilidades.

Entendida de esta manera, la única ley que podemos afirmar como necesaria para la vida es la existencia de una inestabilidad básica en el medio. En lugar de estar centralizado por un comando jerárquico, por un monitor capital, las directrices del ecosistema emanan a la vez de todas partes, constituyendo como producto una trama con abundantes agujeros negros, zonas de ruido, ambi­güedad e incertidumbre, red comunicativa muy distinta a la que necesita un jefe para transmitir órdenes a sus subordinados. El ecosistema es un típico sistema acentra­do, acéfalo, que en ausencia de comando unificado os­tenta muchos centros y focos de poligenesia.

Por tal motivo, la coexistencia de una diversidad no planificada es la auténtica riqueza del ecosistema, mode­lo siempre abierto, al borde de la destrucción, que en­cuentra en la más variada conjunción de singularidades, salidas efectivas pero siempre transitorias a sus exigen­cias de autorregulación.


Redes de vida o cadenas de destrucción

Edgar Morin, en su obra El Método: La Vida de la Vida, ha dicho que si existiera un plan único, hace mucho la vida hubiera fracasado sobre la tierra. En la ausencia de centro está la riqueza del fenómeno vital. En su diver­sidad, la condición misma de su persistencia.

La creciente complejidad de la vida es un fenómeno relacionado con la ausencia de un centro organizador, como si el movimiento oscilatorio, propio de los fenómenos vitales a escala molecular, terminara guiando tam­bién los acontecimientos dentro del ecosistema. El auto­centrismo de la acción humana —que obliga a reducir la diversidad natural de las especies a variedades do­mesticadas para lograr, a través de la homogeneización de las condiciones productivas, el máximo rendimiento en la acción transformadora—, parece chocar frontal­mente con el acentrismo y variabilidad de la naturaleza. Los ecosistemas artificiales humanos, actuando con una lógica propia de las máquinas, se guían con el criterio de provecho máximo e inmediato, por lo que requieren de gran centralización, especialización y señalización de la producción, con la consecuente destrucción de la diversidad, nudo gordiano de la problemática ecológica.

El pensamiento ecológico se revela como enemigo acérrimo del pensamiento tecnológico, que actúa por objetivos aislados y rentables a corto plazo, por ser este último un modelo cognitivo que se sustenta en la visión de una razón autónoma que funciona teniendo como aval un conjunto de causalidades unidireccionales. He aquí, por eso, el más preciado conocimiento derivado del pensamiento ecológico: el ambiente no es más que un conjunto de medios, de causalidades retroactivas que, dependiendo de la dirección que se les imponga, dan lugar, bien a redes de vida o a cadenas de destruc­ción.

En el plano de la vida humana, convertida en un eco­sistema cruzado por ideas, valores y símbolos, esta posibi­lidad de creciente bifurcación se articula de manera plena y sutil a la dinámica de la libertad. La problemática eco­lógica, para un ser que tiene conciencia de sus interaccio­nes y que puede modificarlas a partir de modelos previa­mente diseñados, se convierte necesariamente en ¡a pro­blemática de la elección. La libertad es esa posibilidad de interactuar con el azar reconstruyendo, si es necesario, nuestros sistemas simbólicos, a fin de dar posibilidad a una plena emergencia de la singularidad.

De esta manera, los ejes de interdependencia y singu­laridad, presentes en el funcionamiento de todo ecosis­tema, adquieren una nueva dimensión al ser elaborados y abordados en un plano cultural, con la doble posibilidad de favorecer la dinámica ecológica o convertirse en fac­tores ecocidas.


Orden y desorden en el ecosistema

Rastreando hasta sus orígenes la estela de la libertad, encontramos en la dinámica del universo los primordios, los ancestros de esta facultad humana, hallazgo que nos permite asegurar su profundo parentesco con la dinámica natural, al constatar la relación que existe entre libertad y entropía.

En física hablamos de grados de libertad para referir­nos a la tendencia que tiene la materia hacia la entropía. La ley de la entropía, enunciada por investigadores del siglo XIX y ampliamente estudiada en el presente, esta­blece que los cuerpos o partículas del universo tienden a un mínimo nivel de organización, o, en otras palabras, a un máximo grado de dispersión y desorden.

En contraposición a esta cualidad de la materia inerte, se ha observado que la materia viva busca su punto de equilibrio, no en la dispersión, sino en la creciente organi­zación, lo que explica la jerarquización de los seres vivos y su tendencia a la especialización. La planta toma su energía del sol y sirve de alimento a los animales herví­boros, los que a su vez se convierten en ración de algunos carnívoros y del hombre. Configúrase en el mundo vi­viente una escala de predadores, que contribuye también al equilibrio ecológico.

Es corriente decir que donde hay vida hallamos un factor centralizador que pugna por lograr, para la ma­teria, una cualidad superior. Al pensar así, minimizamos el papel de muchos seres vivientes que cumplen un papel fundamental dentro del ecosistema, sin que podamos decir que se encuentre en ellos esa tensión por la acu­mulación. Tal es el caso de los detritófagos, organismos reductores que se alimentan de tejidos muertos, favo­reciendo la descomposición de los materiales orgánicos. No obstante la función vital que desempeñan al interior de los ecosistemas, su elevado número y el papel impres­cindible que juegan como eslabones de diversas es­tructuras tróficas, es frecuente que se omita su mención en las pirámides ecológicas, asunto relacionado con un problema de representación mental, pues estas formas parásitas invierten y agujerean la pirámide en todos los niveles, imposibilitando la fluidez de un pensamiento progresivo y ascendente, convirtiendo en un fenómeno trabecular, rizomático o de superficie, lo que se quiere concebir como estructura piramidal.

Pero es sabido que el papel de los organismos reduc­tores es fundamental para comprender la biotermodiná­mica del ecosistema y el papel fertilizante del suelo, elementos imprescindibles para el mantenimiento de la vida vegetal y animal. Los protozoarios, hongos, bacte­rias, insectos y miles de animalitos que hacen parte de la vida en la tierra, dan la impresión de constituir una fi­na red o, como algunos la han llamado, una placenta de vida que puede penetrar más de treinta metros de pro­fundidad, surcando la corteza terrestre con pasadizos, cuevas, túneles y nidos subterráneos, desarrollando una actividad tan intensa que algunos la han comparado con la que adelantarían, para una extensión de una hectárea, 28.000 personas trabajando y viviendo en el mismo terreno de manera permanente. Estos seres diminutos, que no caben en el lenguaje ascendente de la vectoriali­zación —pues son siempre horizontales y refractarios a cualquier jerarquía—, aseguran la presencia de miles de kilos de materia orgánica y de kilocalorías que permiten a la tierra adquirir la fertilidad requerida. Los descompo­nedores aseguran la disponibilidad de materia orgánica en un movimiento fascinante, imperceptible a simple vis­ta, sin el cual sería imposible la diversidad y estabilidad del ecosistema.

El modelo detritófago no es, en ningún caso, residuo de existencias primitivas que hostigan o complican la vi­da de organismos más desarrollados. Creemos que la acción humana podría representarse mejor desde esta perspectiva, que con la escenificación ascendente y pro­gresiva con que se la ha visto hasta el presente. Igual que los detritófagos, somos modificadores permanentes del entorno que sólo podemos usar restos de los demás seres del ecosistema, los que debemos transformar para integrarnos de manera plena a las cadenas vivientes. Una reciente teoría muestra al respecto que en sus orí­genes los seres humanos no fuimos cazadores sino ca­rroñeros, actitud necrófaga que en muchos aspectos persiste hasta el presente. Desde la dinámica del detritó­fago podrían explicarse muchas de las funciones hu­manas, pudiendo resaltarse las de alimentación y asimi­lación, sin descartar que procesos considerados superio­res, como la reflexión y el pensamiento, responden más a este modelo que a las hipotéticas y esquemáticas pirá­mides alimenticias. Incluso, nos atrevemos a sugerir, que si en vez de pensarse como existencia autónoma el ser humano se pensara como detritófago, sus relaciones con el ecosistema serían mucho más ponderadas y enrique­cedoras de lo que son en el presente. En nuestro nivel somos detritófagos de la cultura, de la escritura y los va­lores, residiendo en esta elaboración de lo muerto y de la muerte gran parte de nuestra singularidad como es­pecie.


Entropía y neguentropía

Para quienes sólo ven en el ecosistema escalas de jerarquización, la vida se ha definido también como negación de la entropía. Pero no todo en la vida es or­den. Si tal aconteciera, nos limitaríamos a una eterna re­petición, a un movimiento circular, a una reproducción en serie que aseguraría la permanencia mas no el cam­bio. En la vida existe y es necesario el desorden. Sólo porque el azar hace parte de la constitución biológica se explica la mutabilidad genética en que se sustenta la evolución, y sólo porque existen individuos que divergen de las normas imperantes se pueden ofrecer, de tanto en tanto, caminos alternos al redil que en momentos de crisis resultan salvadores. La vida no es solamente ne­guentropía. Es, ante todo, una admirable combinación de ésta con la entropía, una imbricación de orden y de­sorden, una conjunción de la predictibilidad y el azar. Es a esta dualidad a la que deben los seres vivos su avance y progreso: una y otra hacen parte constituyente del fe­nómeno biológico y, faltando alguna de ellas, se hace imposible su existencia.

Ninguna célula, ninguna especie, a pesar de sus complejos mecanismos de control, está segura de qué va a suceder mañana, de lo que acontecerá en el próximo minuto. Aunque dediquen ingentes esfuerzos a evitar los cambios azarosos y asegurar la permanencia, desde la retaguardia los seres vivos son impulsados a un avance forzoso que les impide detenerse, pues la fotosíntesis, fenómeno básico del mundo viviente, trae a cada instante nueva vida a un mundo ya ocupado, obligando a los sedentarios, a los cansados, a los que consideran acabada la jornada, a levantarse y jugar nuevamente en los riesgos del azar el terreno que consideraban con­quistado. El sol es un gran foco de entropía del que se nutre constantemente la neguentropía, fuelle que atiza sin descanso al crisol donde se cuece la vida, impidiendo que, atrapado en la seguridad que da lo conocido, el fe­nómeno vital llegue a detenerse.

La vida se nutre de la muerte, de la desintegración del sol, de la descomposición de los organismos que perecen. Estas formas de entropía, incorporadas al ser que crece, inducen en él oleadas de desorden que lo obligan a la contrastación, al abandono de controles inútiles, propor­cionándole al final una ganancia en simplificación y efi­ciencia. La irrupción de la entropía dentro de la neguen­tropía, a la vez que constituye una fuerza que asegura el avance, representa también un riesgo para la seguridad individual, riesgo del crecimiento al que se enfrentan a diario los seres vivientes de todas las latitudes de la tierra. La entropía es la muerte y al integrarla a la esencia de la vida, reconocemos algo que nos enseña la existencia cotidiana: solamente vive quien está dispuesto a morir muchas veces.


libertad y entropía

En la mente humana, en donde se reproduce en gran medida la funcionalidad biológica, encontramos también la dualidad: la tendencia neguentrópica manifiesta en la organización perceptual, la memoria, la atención y el pensamiento abstracto, y la tendencia entrópica expresa­da en la curiosidad, la exploración, el juego, el placer erótico y la fantasía. La primera, responsable en el ser humano de elevados procesos cognoscitivos a que ha llegado nuestra especie, se acompaña en la esfera emocio­nal de una sensación de seguridad, producto del domi­nio y control que logra el individuo sobre el medio cir­cundante. La segunda, inductora de movilidad y crea­ción, se acompaña en el sujeto de una sensación de go­ce al permitir que éste se diluya en los sentidos, abriendo nuevas posibilidades a su existencia y liberando energía sin el dique de la direccionalidad.

En el deleite que acompaña a la pérdida de control, parécenos ver un artificio de la naturaleza que asegura la inevitabilidad del avance, al ligar la sensación de placer a las rupturas entrópicas que están en la base de la creación. Negarse al crecimiento, amañarse en la seguri­dad, implica para el ser humano renunciar al deleite de la delicuescencia. Tal situación, contraventora de las leyes naturales, se ha convertido en directriz de vida para gran parte de nuestros congéneres: con inusitada fre­cuencia los seres humanos intentan encontrar placer, no en la movilidad y la expansión, sino en la retención y el control. Es el placer de los avaros y acaparadores, de los sedientos de poder que, con monótona insistenca, se nos quieren imponer como modelo.

La exploración del espacio, el juego y el goce erótico, son modelos de liberación entrópica que llegan a expresarse en la plena movilidad de la conciencia. El ejer­cicio de estas actividades disruptoras, carentes de uti­lidad inmediata, aseguran durante la infancia y la ado­lescencia que el futuro adulto no pierda la capacidad de jugar con símbolos y fantasías, condición sine qua non para el ejercicio de la libertad. Los adultos autoritarios, constrictores de la subjetividad, guardianes de la pul­critud y el orden, violentan de manera tan sistemática al niño desde su nacimiento, que terminan despertando en él una preocupación neurótica y desmesurada por su seguridad, inhabilitándolo para la contemplación placentera de su propia conciencia y para la vivencia de la fractura y el azar.

Incapaz de abandonar las compulsiones, los férreos mecanismos de control que le inculcaron en la infancia, teme el ser humano a la irrupción entrópica cual si fuese un peligroso enemigo del que debe defenderse a toda costa. Son tan hondas las huellas dejadas en el joven por la educación autoritaria y tanto el temor a caer nueva­mente en garras de la manipulación de aquellos a quienes ama, que la entrega de cariño, la dilución afectiva y el goce sexual, quedan supeditados a la búsqueda de segu­ridad y le dejan imposibilitado para jugar, capaz sola­mente de participar en tensionantes competencias con reglas, vencedores y vencidos. Como a nada se teme más que a la pérdida del control, el placer no se buscará ya en la expansión sino en la contención y permanencia: fue a esta distorsión de una necesidad vital, a esta búsqueda del placer en el orden y la repetición, a lo que Sigmund Freud llamó pulsión de muerte.

No impunemente se viola, sin embargo, una ley natural. Si la vida no se nutre de la muerte, la muerte lo hace de la vida. La entropía no liberada, no utilizada pa­ra fomentar el crecimiento, pone en jaque mate a los mecanismos de control que intentan impedir su apari­ción, configurándose ese peculiar estado psíquico que conocemos como neurosis. En la lucha desesperada por no perder la guerra, el sujeto es invadido por la ansiedad y al no alcanzar la eficacia buscada, se repetirán una y otra vez los mismos errores, cual vanos intentos por en­contrar la fórmula salvadora que no ha de llegar. El ser humano no puede renunciar a la liberación entrópica sin menoscabar a la vez su funcionalidad mental. Tal es el imperativo de la vida: para crecer hay que acceder al pla­cer que acompaña la ruptura del orden, el abandono de la segundad y a la emergencia de la entropía.


Dinámica de la libertad

Libertad es la capacidad que tiene el ser humano de romper su orden simbólico y proponer nuevos modelos de acción y pensamiento. La mente, al igual que lo afir­mó Claude Bernard para la vida, es también una estabi­lidad inestable: las estructuras simbólicas que la con­forman sufren periódicos cambios que aseguran un mo­vimiento creciente, hacia el cual tiende espontáneamente el individuo durante toda su existencia. La libertad, esa ruptura que se da en el plano de la conciencia permitien­do su singularización y ensanchamiento, no es un obse­quio de gobernantes dadivosos ni una preocupación de filósofos misántropos. El ejercicio de la libertad es eje central de la existencia humana, pues, siendo el instru­mento que asegura el crecimiento de la conciencia, su utilización se convierte en problema fundamental para cada individuo que existe sobre la tierra. El ejercicio de la libertad se inicia en la subjetividad y se irradia a la ac­ción, al mundo externo, en un movimiento que requiere de la especie humana un alto desarrollo psíquico y del individuo que la practica una gran profundidad de con­ciencia.

El ejercicio de la libertad implica una pérdida transito­ria de la seguridad que da lo conocido y un adentrarnos en la inestabilidad y el azar.

Ejercer la libertad es permitir los brotes anárquicos de la subjetividad, dándole cabida al juego y la fantasía. Lo contrario, aplastar la curiosidad y la creatividad para asegurarnos un refugio estable, es poner la vida al ser­vicio de la muerte, embalsamar nuestra vitalidad para no molestar a los quejumbrosos y soñolientos que nos invitan a colgarnos, en plena juventud, de las paredes de un museo. El individuo sano permite que las irrupciones entrópicas rompan cuando sea necesario su organización simbólica, porque confía, como el ave fénix, en resurgir poderoso de sus cenizas. Cuando el temor a perder la se­guridad no permite el avance y nos convertimos en no­drizas de nuestros temores, los símbolos que conforman la conciencia no promueven ya su expansión, pues, mo­viéndose en círculo vicioso, dilapidan en la repetición la energía destinada para el progreso: tal es el cuadro que configura la enfermedad mental y la compulsión ecocida.


Compulsión ecocida

Se teme tanto al ensanchamiento interior, a la convul­sión que acompaña al crecimiento de la conciencia, que ésta puede ser vivida con intensa angustia y considerár­sela peligrosa e indeseable. El temor a la locura y a la partición, la resistencia a abandonar antiguos referentes, la ciega adhesión a razones marchitas y el aplastamiento de la fantasía, son formas de expresión de ese miedo a la libertad que se ha convertido, para muchos seres, en razón de vida. Aferrados al pasado, renuentes a avanzar y desbordar viejas fronteras, llevan a la destrucción las fuerzas destinadas al crecimiento.

Repetitivo y automático, absurdo y compulsivo, es un movimiento en círculo vicioso que dilapida la vida que lo alienta, tal como lo ejemplificaron los griegos en el mito de Sísifo o como lo señaló Sigmund Freud cuando habló de pulsión de muerte. Observó tan frecuentemente el creador del psicoanálisis esta tendencia a suplir el placer que da el avance, por la gratificación espuria que da la repetición, que elevó dicha característica a la categoría de pulsión, señalando con ello que existe en la cons­titución misma de la vida una fuerza que pugna por el quietismo y busca oponerse a las otras que intentan pro­gresar. La libertad no es sólo el avance; es el paso hacia adelante que se da con dolor, en contra de las fuerzas que tienden a glorificar el pasado y que nos invitan a una vida segura y sedentaria. La libertad es ante todo la rup­tura, el paso de un estado a otro, el abandono de la se­guridad y la conquista de lo desconocido. Es por eso que la libertad se acompaña, como el nacimiento, de un grito desgarrador.

La compulsión es la rutina conductual que nos lleva a necesitar reiteradamente de un comportamiento, sím­bolo u objeto, para obtener de él la seguridad y plenitud que no hemos podido lograr en la relación interpersonal. Nacida del miedo a la libertad y de la desconfianza en la gracia, la compulsión es un círculo vicioso que dilapida en la repetición la energía destinada al crecimiento, por lo que termina disolviendo los lazos que nos unen a las personas que pueden darnos afecto y calor.

La compulsión es un mecanismo muy extendido en nuestra sociedad y así como hablamos de adicción a estimulantes del Sistema Nervioso Central, podemos ha­blar de adicción al trabajo, al poder, al dinero, al estrés, o de compulsión por el éxito y la eficiencia, sin que en­contremos una diferencia fundamental entre los meca­nismos psicodinámicos que caracterizan a unas y otras. Fácilmente el individuo puede pasar de una compulsión permitida a otra prohibida, pues ambas esconden de di­versa manera el transfondo de su miseria afectiva y de su potencial peligro ecocida.

La compulsión se acompaña de una insensibilización frente a la variedad, sometiendo todo encuentro y expe­riencia a un afán acumulativo. Es el caso del cazador que arrasa con una especie viviente, pensando sólo en las ganancias que obtendrá de la venta del marfil o del comercio de pieles. Pero es también lo que acostumbra hacer el empresario que valora el mundo a través de las anteojeras del mercado. Desdeñando la riqueza del encuentro singular, el compulsivo se empecina en transfor­marlo en una realidad abstracta, que pueda poseer de manera universal, como acontece al acumulador de mo­nedas. La compulsión es la avaricia de quien sacrifica la gratuidad del instante, por el temor a perderse en una red interpersonal cálida que exige de nosotros ser algo más que máquinas calculadoras. En un mundo comple­tamente monetarizado, sujeto a los vaivenes de la oferta y la demanda, el dinero aparece como sustituto de la re­lación afectiva, fetiche que alimenta la ilusión de poder manejar a los demás mediante estrategias genéricas y despersonalizadoras. A través de la compulsión se pre­tende, en vano, recuperar una vinculación interpersonal perdida en la aridez de los diálogos y comunicaciones funcionales. Intento que termina siempre en todo lo con­trario de lo que se busca: la destrucción de dichos víncu­los y el más completo aislamiento.







CUARTA PARTE
Ejes del ecosistema humano


Ecosistema humano

Existe una semejanza entre las relaciones que mantie­nen los seres vivos con su ambiente y aquellas que esta­blecen los seres humanos entre ellos mismos. Concep­tos como ecosistema, dependencia, singularidad, nicho, medio ambiente y contaminación, resultan adecuados para describir los intercambios culturales, sexuales y afec­tivos que acontecen en la institución escolar, en el seno de la familia, o en la vida social.

Los seres humanos constituimos un ecosistema dotado de un medio ambiente afectivo y simbólico que nos proporciona los elementos necesarios para nuestro sustento emotivo y cultural. El ecosistema humano está conformado por las expresiones afectivas y simbólicas de las personas que integran el grupo. Como todo ecosiste­ma, el ecosistema humano es una construcción colectiva en la que participan muchas singularidades, articuladas entre sí para generar soportes culturales y afectivos.

La estabilidad y riqueza del ecosistema dependen de la variedad de esfuerzos que realicen los miembros para lograr lo que cada uno necesita para su crecimiento. La variedad no es en este caso de especies sino de culturas y personalidades, de modos de ver el mundo y de expre­sar su singularidad. La vida cotidiana se nos presenta como un auténtico problema de ecología interpersonal o, si se quiere, de ecología humana. Es, por excelencia, una relación que señala la interdependencia, a la vez que nos muestra el camino para afianzar nuestra singulari­dad. Su dinámica determina en gran parte la calidad del alimento cultural y afectivo que obtenemos de nuestros nichos sociales.


Medio ambiente interpersonal

La racionalidad ecológica no atiende solamente a las condiciones climáticas o bioquímicas indispensables para asegurar la integridad biológica. En el caso del ser huma­no, da cuenta además de las necesidades culturales, afectivas y simbólicas, que entran a constituir ese medio ambiente tan peculiar que es el campo de las relaciones interpersonales. Necesitamos de los otros tanto como necesitamos del oxígeno para vivir y si no contamos con su afecto y reconocimiento, sentimos un dolor y angustia similares a los que nos produce la falta de agua o alimen­to.

El medio ambiente interpersonal es un espacio surca­do por palabras, gestos, valores y afectos, cuya conser­vación requiere tantos o más cuidados que aquellos que debemos dispensar al ambiente físico. Los componentes de este medio ambiente interpersonal están determina­dos por la cultura de cada grupo.

El medio ambiente interpersonal, surcado por imáge­nes que dan sentido a nuestros actos y anhelos, es ante todo un espacio comunicativo que requiere de un movímiento constante, y cuyo flujo puede verse interferido, produciendo en el sujeto gran sufrimiento y una sensa­ción de muerte inminente.

Al igual que todo ecosistema, para mantenerse y asegurar en su interior el desarrollo de la vida, el medio ambiente interpersonal debe cuidar y fortalecer dos niveles básicos de funcionamiento representados en la dependencia y la singularidad. Gracias a la dependencia se mantienen las cadenas energéticas y tróficas de las que todos los seres vivos se alimentan. Por otra parte, gracias a la singularidad, se mantiene la diversidad de es­pecies e individuos que aseguran la riqueza y estabilidad del bioma.


Dependencia afectiva

La ecología ha puesto de relieve la estrecha relación que existe entre el ser vivo y su medio. El ecosistema es una construcción colectiva en la que participan muchas singularidades, articuladas entre sí para generar cadenas vitales y energéticas, de las que disímiles especies se alimentan. La pregunta: ¿contra quién luchas?, promo­vida a fines del siglo XIX por la ideología del darwinismo social, es reemplazada, desde la perspectiva ecológica, por la pregunta: ¿con quién vives?, o, mejor aún: ¿de quién dependes? Se produce así un cambio radical en la visión que tenemos de la relación existente entre individuos y especies.

Al "diferencial de sobrevivencia" sugerido hace 100 años por el profesor Huxley, tomando la figura de un es­pectáculo de gladiadores donde los más rápidos, alertas y ágiles sobreviven para luchar nuevamente al día si­guiente, es necesario oponer el "diferencial de coope­ración" a que apunta Kropotkin, señalando, por la misma epoca, que los miembros de una especie están mejor preparados para la supervivencia cuando muestran una disposición a cooperar con otros en la solución de mu­tuas necesidades.

La supervivencia no es la presea que obtienen, en una guerra de todos contra todos, aquellos que someten a los otros a su señorío y dominio. La sobrevivencia y el enriquecimiento de la vida son el producto de la articu­lación de muchas especies y seres singulares al interior de un ecosistema, cuya estabilidad y riqueza dependen, ante todo, de la variedad de seres que alberga y de la conjunción de esfuerzos por lograr lo que cada uno ne­cesita para su crecimiento.

Por una mala comprensión de la noción de autono­mía, se suele considerar que ésta consiste en imponernos al ambiente, negando las relaciones de mutua depen­dencia. Reconociendo la interdependencia como base imprescindible de la convivencia, la ecología humana asume como eje central del ecosistema la dependencia afectiva, cultural e interpersonal que mantienen los seres humanos entre sí.

Para que el niño adquiera la independencia, es decir, la autonomía en todos los aspectos, es indispensable que haya vivido sin conflictos la dependencia afectiva a fin de que pueda emerger su singularidad. La dependen­cia afectiva debe fomentarse y su estimulación consiste, simplemente, en dar y recibir cariño, alimento insustitui­ble que viene a suplir esa carencia humana en que se funda la voracidad afectiva que nos caracteriza.

Uno de los ejes de la crisis ecológica de la interper­sonalidad reside, precisamente, en la contradicción que nuestra cultura impone entre dependencia y singulari­dad. Parece como si a diario nos viésemos en la obliga­ción de escoger entre obtener alimento afectivo o luchar por nuestra realización personal. Se cree incluso, por par­te de algunos, que la mayor prueba de amor consiste en entregar nuestra singularidad al ser que amamos, pues renunciar a sí mismo es la máxima prueba de la fidelidad del amante.

Esta paradoja causa gran sufrimiento porque es irre­soluble. Ni podemos renunciar a la dependencia afectiva ni tampoco a la expresión de nuestra singularidad. Ambas son experiencias insustituibles. De lo que se trata, en la vida interpersonal y afectiva, es de poder acceder simul­táneamente al alimento afectivo, sin que ello sea obs­táculo para el pleno desarrollo de nuestra singularidad.


Nicho afectivo

El medio ambiente interpersonal es una trama viviente que nos alimenta con afecto, imágenes y sensaciones, del cual dependemos de manera tan inmediata y urgente como nuestro organismo del aire, del agua y de los nutrientes de la tierra. Necesitamos de los demás tanto como nuestros cuerpos necesitan del oxígeno y la luz. Vivimos para los otros, para capturar sus gestos y obtener su reconocimiento, sedientos siempre del afecto y la seguridad que el contacto puede darnos.

Al interior de cada ecosistema existen nichos, o sea, lugares que los diversos seres vivientes prefieren para encontrar refugio y tomar su alimento. En el ecosistema humano este alimento es de naturaleza afectiva y de allí que ese lugar se denomine nicho afectivo. Los nichos son los lugares donde el ser humano satisface su necesidad de dependencia y se constituyen por ello en auténticos abrevaderos de afecto.

El nicho cambia en los seres humanos de acuerdo con la edad cronológica de la persona. De esta suerte, uno es el nicho del niño durante su primer año de vida y otros diferentes durante la infancia, la adolescencia, la madurez y la senectud. Lo que varía son los lugares de la trama interpersonal, pero las características del nicho siempre son las mismas, pues su papel es proveer al in­dividuo de afecto y seguridad, básicos para el ejercicio de su singularidad.

Las situaciones culturales o el tipo de identidad social que se asume inducen también alguna variabilidad, lo que no resta constancia a la necesidad que tiene todo ser humano de contar con un lugar donde reciba alimen­to afectivo y seguridad en su vivencia inmediata.

Por extraña razón, los seres humanos no cuidamos con suficiente celo nuestros nichos afectivos, acostum­brándonos a recibir y ofrecer afecto contaminado con chantajes y violencia. Nos acostumbramos a recibir y dar cualquier tipo de afecto, sin que medie un control de ca­lidad afectiva, pues creemos que ante la indigencia emo­cional en que vivimos cualquier oferta de cariño es bue­na. Por obtener afecto, estamos incluso dispuestos a lan­zarnos a experiencias destructoras, para después lamen­tarnos de lo sucedido.

Es indudable que el más importante de los productos contenidos en el nicho afectivo, para proveer a los bene­ficiarios del mismo, es el contacto corporal directo. Esta es la matriz del afecto y ningún ser humano puede, sin menoscabo de su equilibrio, prescindir de ella. Se ha comprobado que la deprivación táctil y sensorial a un adulto sano lo conduce en pocas horas a la desestruc­turación cognoscitiva. Y en el caso de los niños, la segu­ridad personal tiene su base más firme en la confianza que deriva el niño de la aceptación que de su cuerpo ha­cen los adultos con quienes entra en contacto, proporcio­nando un adecuado desarrollo a su yo corporal.

Es tan importante la vivencia táctil para la vida huma­na que cuando se presenta una alteración de la modali­dad del tacto profundo —canalizada a través del llamado sistema propioceptivo—, se evidencia en el desarrollo in­fantil un severo trastorno de los procesos que llevan a la condición humana, como sucede en el caso de la psicosis que se ha denominado autismo infantil. Es tan im­portante el afecto, que los seres humanos soportamos la ausencia del sentido de la vista, de la audición, pero nun­ca la ausencia del tacto, sentido afectivo por excelencia.

Durante la Segunda Guerra Mundial tuvo lugar una experiencia dramática y reveladora, que condensa como ninguna la importancia del tacto y el afecto en el desa­rrollo de los seres humanos. En medio de la guerra, se construyeron en Inglaterra albergues para huérfanos que, por la situación de emergencia que se vivía y la escasez de personal, eran atendidos por un pequeño nú­cleo de asistentes que tenían a su cargo una población de varias decenas, incluso, cientos de niños. Las necesi­dades básicas, como alimentación y atención médica, estaban cubiertas, pero era imposible que los pequeños recibieran atención personalizada o que les prodigaran caricias u otro tipo de contacto cuerpo a cuerpo. A pesar de la protección que recibían, estos chicos por lo general morían antes de cumplir los tres años de edad, afectados por una extraña enfermedad del sistema inmunológico, una especie de SIDA de la época, pues perdiendo sus de­fensas llegaba un momento en que nada podía prote­gerlos. Hoy sabemos que para que se desarrolle el siste­ma inmunológico son fundamentales la caricia y el abra­zo, la estimulación táctil y los sistemas de apoyo afectivo, de los que necesitamos los seres humanos como si se tratara del más preciado alimento.

El tacto y el contacto corporal directo son experiencias imprescindibles tanto para la vivencia infantil como para la vida adulta. La contaminación de los nichos afectivos pone en peligro nuestra existencia como seres singulares, pues se puede deteriorar nuestra salud física y, con toda seguridad, cargaremos con una muerte psicológica, incluso sin que logremos comprender la causa de nuestro sufrimiento.


Singularidad

El reconocimiento de la singularidad constituye uno de los ejes de la ecología humana, que considera además esta característica fundamental del ser humano como condición de posibilidad de su libertad.

La singularidad alude a la fuerza que nos constituye como seres diferentes e irrepetibles dentro del ecosiste­ma interpersonal, fuerza que va ligada de manera es­trecha a la experiencia sensorial de nuestro cuerpo y a la manera como accedemos a la dinámica cultural. La singularidad desborda las nociones de identidad per­sonal o el concepto de yo consciente. El que poseamos una fuerza diferencial no quiere decir que podamos ex­presarla con palabras o definir lingüísticamente sus cua­lidades. Frente a nuestra propia singularidad estamos en permanente descubrimiento, aventura que llega hasta el momento mismo de la muerte. Y algo más. Esa fuerza peculiar que nos constituye, sólo podemos conocerla cuando se enfrenta a otras fuerzas, pues su expresión más auténtica se logra en la dinámica relaciona!.
La uniformidad es incompatible con la vida. Todo sis­tema vivo es a la vez singular y abierto, residiendo esta singularidad y apertura en su estructura genética y mo­lecular. Siguiendo la premisa aristotélica de limitar la ciencia sólo al conocimiento de lo general, la biología moderna, desde sus comienzos en el siglo XVIII, práctica­mente había disuelto al organismo individual, a tal punto que Buffon llegó a afirmar que las especies eran los únicos seres de la naturaleza. Pero el mismo desarrollo científico llevó a que renaciera, en las últimas décadas, con una radicalidad insospechada, el fenómeno de la sin­gularidad. Hoy podemos afirmar con toda seguridad que en cualquier población viviente, incluidos los organismos unicelulares, es prácticamente imposible encontrar dos individuos exactamente ¡guales, aun dándose el caso de que su estructura genética fuese idéntica. Esta diferencia entre los individuos vivientes aumenta en las especies su­periores y en el hombre, mucho más expuesto a las in­fluencias del ambiente. Fue por eso que después de un minucioso estudio de las posibilidades combinatorias del sistema genético, J. Dausset se atrevió a decir, hace algu­nos años, que estaba dentro de la lógica científica cons­tatar que cada ser humano era único sobre la tierra, no siendo de ninguna manera aventurado afirmar que nunca han existido dos personas ¡guales. Cada ser viviente, cada ejemplar de la especie humana, es un organismo bioquímicamente único, hecho que se debe a la consti­tución específica de su genoma, a la estructura peculiar de sus proteínas, a la conformación de su sistema inmu­nitario y a las influencias del medio, la geografía y la cultura.

La singularidad del ser humano no se agota en lo molecular y genético. Ella se sustenta también, y de manera muy especial, en la complejidad y desarrollo del cerebro. Al igual que acontece en otros mamíferos supe­riores, el encéfalo humano permite una creciente partici­pación de los eventos exteriores en el desarrollo individual, todo ello gracias a la amplitud de las zonas no específicas de la corteza cerebral y a la lentitud del proceso de ma­duración cerebral durante la infancia. En nuestra especie, las últimas fases de desarrollo ontogenético están estre­chamente ligadas con eventos exteriores y aleatorios que determinan, gracias a la riqueza de experiencias y estímu­los, el desarrollo de las capas mielínicas y de la intercone­xión sináptica. Aunque en términos generales el número de células cerebrales y la estructura del encéfalo es similar en todos los individuos de la especie, es prácticamente imposible encontrar dos adultos humanos con sistemas nerviosos idénticos. La complejidad del cerebro parece superior incluso a la del propio sistema genético. Mien­tras un ser humano posee cerca de dos mil millones de genes, el número de neuronas se evalúa en varias dece­nas de miles de millones. Se ha demostrado que las neu­ronas, encargadas como todas las células de nuestro cuerpo de producir enzimas y proteínas necesarias para su metabolismo, no son rigurosamente idénticas ni de una raza a otra, ni siquiera de un individuo a otro. Si aña­dimos a esto que cada neurona está conectada a las demás por millones de dendritas o terminaciones axóni­cas, gracias a las cuales recibe y retransmite información como si se tratara de una finísima máquina electrónica —conexiones que se establecen y desaparecen de acuerdo con la experiencia—, se comprenderá que es prácticamen­te imposible que dos individuos tengan una red sináptica igual. No hay dos cerebros que funcionen de la misma manera.

Cada individuo tiene una singularidad biológica ex­presable en términos genéticos, bioquímicos y cerebra­les, dando lugar a una sorprendente diversidad que se ve incrementada si tenemos en cuenta la singularidad de los sistemas hormonales, del sistema de histocompatibi­lidad, así como el polimorfismo de inteligencias. Buscan­do lo idéntico, la ciencia se encuentra cada vez más con lo singular y diverso. Estos hallazgos pueden resultar per­tubadores para aquellos que quieren seguir sustentando sus métodos de análisis en el punto de vista de lo uni­forme y lo homogéneo, pero resultan reconfortantes para quienes creemos que tras la búsqueda de la perfec­tibilidad humana y de los proyectos de homogeneización y nivelación que animan a políticos y científicos, se es­conde con frecuencia un peligro mortal para la singula­ridad y la libertad humanas.

Si la singularidad, como hemos visto, tiene profundas raíces biológicas, no vemos por qué no puedan encontrar igualmente sustento la diversidad de búsquedas cultura­les y cognoscitivas que se integran dentro del concepto de libertad. Ha mostrado la ecología y las reflexiones contemporáneas sobre la crisis del medio ambiente que la homogeneización es altamente peligrosa para las es­pecies biológicas, pues las torna más susceptibles a las plagas e infecciones y les resta capacidad de superviven­cia. La vida es una aliada natural de la diversidad. Cualquier intento de homogeneizar la especie humana resulta a la postre desastroso. Por eso, antes que recitar de nue­vo discursos caducos que obstaculizan el polimorfismo biológico y cultural, deberíamos preguntarnos más bien por las angustias y miedos, por los diques y obstáculos que se levantan sigilosos contra la emergencia de la sin­gularidad, llevándonos por caminos desuetos y empedra­dos de nostalgias que siguen tributando a la utopía de la homogeneización.

El camino expedito al conocimiento de la singularidad es el que sigue la huella del contexto y la sensibilidad. Es en el plano de lo sensible donde habitan nuestras más radicales diferencias. Es en la manera de percibir los olo­res, las caricias o el tacto, en nuestros ascos y alergias, en los pequeños goces y las exaltaciones emocionales, donde deja con más claridad su marca nuestra irreduc­tible singularidad.

La concurrencia de singularidades es lo que da forta­leza y solidez a un ecosistema. Tal es el caso de la Ama­zonia colombiana, pues la pluviselva tropical exhibe gran estabilidad a pesar de estar asentada en un suelo pobre, con una capa vegetal escasa. Su fuerza está relacionada con la variedad de especies que alberga, haciéndola el más rico reservorio de biodiversidad del planeta.

La inmunidad y los sistemas protectivos de los ecosis­temas dependen de fenómenos colectivos relacionados con la diversidad de especies que concurren en su con­formación. Entre mayor diversidad, mayor capacidad de resistir a los acechos biológicos o geoclimáticos. Esa es la razón por la cual los monocultivos humanos se mues­tran tan frágiles ante las plagas y tan necesitados de protección exterior.

La singularidad es, sin lugar a dudas, la auténtica ri­queza del ecosistema. Eso lo saben a la perfección las personas encargadas de proteger y reconstruir los eco­sistemas naturales. Lo más importante es defender y cul­tivar la diversidad. Lo otro, las cadenas de interdepen­dencia, la integración de los ciclos biológicos y climáticos, los mecanismos de regulación y el acople de metas, ven­drán por añadidura.


Conflicto entre dependencia y singularidad

Puede parecer sencillo afirmar que los seres humanos necesitamos de la caricia, pero la simpleza de esta afir­mación se confronta con una realidad compleja cuando constatamos que, aun en la intimidad, propinamos y recibimos con más frecuencia maltratos que ternura.

Nuestra cultura se caracteriza por enfrentar en un conflicto irreconciliable dos necesidades básicas del eco­sistema humano: la dependencia afectiva y la expresión de la singularidad. Se ha entronizado una peculiar visión de la realidad que se empecina en negar —y hasta considera vergonzosa— la dependencia afectiva, violentándose además la emergencia de la singularidad por la aplicación de esquemas de desarrollo personal estandarizados que atienden tan sólo a las exigencias productivas. Estas dos urgencias irrenunciables resultan negadas y apabulladas, pues a la vez que se subvalora la dependencia afectiva, se promueve una dinámica social que induce a expresar nuestra singularidad por la vía guerrera del éxito social y económico, exaltando el culto a la eficiencia.

La destrucción de la interdependencia y el aplasta­miento de la singularidad tienen como propósito central incrementar la eficiencia y la productividad a ultranza. Destruimos los ecosistemas naturales porque no son ren­tables y extendemos el monocultivo porque éste nos per­mite más ganancias, así terminemos acabando con las cadenas tróficas y la variabilidad de las especies. Lo mis­mo que hacemos con la naturaleza lo hemos hecho con nuestros semejantes.

No sólo atentamos contra nuestras relaciones de de­pendencia sino que, obsesionados por la eficiencia, ter­minamos maquinizando y homogeneizando a los seres humanos, con lo que aplastamos la diferencia y la singu­laridad. Muchos de nuestros problemas actuales no son más que expresión de esta crisis ecológica de la interper­sonalidad, de la que poco se habla mientras se hacen campañas para proteger lagunas y bosques.

La homogeneización disminuye la diversidad del eco­sistema, produciendo contaminación y crisis ecológica. Así se aplasta lo que hay en la persona de individual y único, condenándola a ser sumisa, servil y esclava de au­toritarismos que suplen su incapacidad para ejercer la li­bertad.

Es hora de empezar también a reconstruir el medio ambiente interhumano. Está bien que cuidemos de los árboles y los pájaros, pero no es correcto que entre tan­to sigamos contaminando nuestras redes de depen­dencia afectiva y el entorno comunicativo. Por eso, la e­cología humana propende por una reconstrucción del espacio cultural y comunicativo, a fin de generar un cam­bio de actitudes en la esfera de la interpersonalidad. Se­rá entonces posible fortalecer los mecanismos de depen­dencia a la vez que se fomenta el surgimiento de la sin­gularidad, rompiendo la antinomia cultural que torna incompatibles estas dos experiencias vitales.
























Quinta Parte
Crisis ecológica de la interpersonalidad


Desastre cultural

Existe una asombrosa similitud entre los desastres de los ecosistemas naturales y el que podríannos llamar de­sastre cultural del mundo contemporáneo. Un desastre ecológico se caracteriza básicamente por la convergen­cia de dos factores: ruptura de las cadenas de interde­pendencia y aplastamiento de las singularidades. Ambos actúan como factores recíprocos y conexos, pues el de­sencadenamiento de uno de ellos lleva inevitablemente a la aparición del otro.

Destruimos las cadenas de interdependencia cuando envenenamos las aguas o hacemos imposible la articula­ción de las cadenas tróficas. El conocido caso de enve­nenamiento de las aguas y la atmosfera con derivados del DDT es bastante diciente al respecto. Destruimos las singularidades cuando arrasamos bosques para integrar una especie animal o vegetal a la dinámica de mercado, o cuando fomentamos el monocultivo, típico ecosistema artificial humano. Por ser un conjunto de diferencias que interdependen, el ecosistema sufre cuando cualquiera de estas dos coordenadas básicas es bloqueada. El sufri­miento se expresa en pérdida de su capacidad inmunológica, mostrándose cada vez más vulnerable a todo tipo de enemigos exteriores, o en estrés biológico que altera la capacidad de supervivencia de las especies.

Las defensas del ecosistema se construyen de manera colectiva por la confluencia de las diferencias, al igual que las cadenas tróficas sólo logran articularse y generar sistemas económicos de manejo de insumos y nutrientes a partir de la integración de un conjunto cada vez mayor de seres singulares. Es imposible establecer cadenas sólidas de interdependencia entre seres similares. Cuando esto se logra, como en el caso de un monocultivo o una red de computadores, lo que tenemos son dispositivos seriales incapaces de autorregularse sin la intervención permanente del control humano.

El milagro de la Amazonia, un ecosistema que alberga la mayor biodiversidad del planeta no obstante extender­se sobre un suelo con una capa vegetal bastante pobre, radica precisamente en que logra su estabilidad a partir de la diversidad de especies singulares que en él concu­rren. Cualquier ecosistema artificial humano —una plan­tación de algodón o café, por ejemplo—, necesita cientos y miles de veces más aportes energéticos y cuidados suplementarios, no obstante ocupar terrenos mucho más ricos que el de la pluviselva tropical. Sin embargo, aunque un ecosistema natural exhibe por sí mismo virtudes envidiables en lo relacionado con su estabilidad y capacidad autorregulativa, es bastante pobre al mo­mento de articularse a dinámicas de mercado donde lo que prima es el afán de acumulación y la productividad a ultranza.

Es precisamente este afán de productividad el gran responsable de la crisis ecológica, tanto en las especies vegetales y animales como en la dinámica interhumana. Porque lo mismo que sucede con los cultivos y los bosques, acontece también en la cultura. Si por un lado se destruyen cadenas de interdependencia y se aplastan singularidades a fin de articular algunas especies y variedades a la dinámica del mercado, convirtiéndolas de esta manera en mercancías ubicuas, por el otro se des­truyen cadenas de interdependencia y redes sociales para producir un consumidor masificado y desarraigado, que encuentra ahora su identidad y pertenencia en el acto de concurrir al mercado.

Todos sabemos que el peor enemigo del desarrollo capitalista son estas comunidades tradicionales donde las relaciones sociales siguen siendo mediadas por pa­trones culturales extraños al consumismo. Destruirlas, generando masas de migrantes que engrosan la dinámi­ca masificadora de las grandes ciudades, es condición in­dispensable para que se articule un mercado incentiva­dor de las dinámicas capitalistas.


Crisis ecológica y consumismo

Desde hace cinco siglos la cultura occidental viene en proceso creciente y acelerado de constitución de un mercado mundial, que llega a su fase culminante en las últimas décadas. Ha sido en los años posteriores a la Se­gunda Guerra Mundial cuando el consumismo se ha im­plantado como práctica cultural predominante, mediante la cual obtenemos identidad y sentido de pertenencia por el acto de comprar los objetos que se nos ofrecen en el mercado.

Para que esto suceda, es preciso contar con masas desarraigadas, incapaces de encontrar reciprocidad en sus relaciones interpersonales por mecanismos diferentes a los del consumo. Todos concurrimos a los almacenes y supermercados a comprar individualmente —aunque per­didos en la masa—, aquellos objetos que nos ha vendido la publicidad con mensajes incitantes que exaltan nuestra imaginación, haciéndonos sentir seres especiales porque usamos ropa o zapatos de cierta marca, o porque nos movilizamos en un coche de ciertas características. Toda la publicidad está orientada a reforzar este tipo de dis­positivo psicológico que genera identidad y sentido de pertenencia, al entrar el individuo en el mundo ágil y gra­tificante que nos ofrece un jabón, una bebida o el acceso a determinado servicio. Comprando objetos genéricos, cada uno cree realizar su singularidad, cuando lo único que logra es perpetuar los mecanismos de homogenei­zación que son propios de las democracias de masas del capitalismo contemporáneo.

La homogeneización y señalización son necesarias para que los grandes monopolios puedan asegurar un campo de visibilidad para la circulación de mercancías. Podríamos decir que actuar serialmente —hacer cola para tomar un bus, pagar impuestos u obtener un título uni­versitario— es una de las habilidades sociales básicas del mundo contemporáneo. Aquellas personas que no lo­gran articularse a los dispositivos fabriles de producción o a los mecanismos empresariales y académicos de ge­neración en serie, se ven expuestas a graves dificultades de adaptación, pudiendo caer en la esfera de la psicosis y la esquizofrenia. Hacer cola es sin lugar a duda una de las características básicas del ciudadano civilizado.

La hipertrofia de comportamientos consumistas y de patrones de conducta desterritorializados se acompaña de un gran analfabetismo afectivo. El sufrimiento propio del ecosistema humano, que padece un desastre cultural, se refleja en los altos niveles de estrés, directamente rela­cionados con una creciente alexitimia. Es decir, con una incapacidad para leer y expresar las emociones. En medio del bullicio de las grandes urbes, estamos completamen­te solos e incapaces de establecer relaciones singulares. Nuestras redes de interdependencia son cada vez más exiguas y estrechas. Sólo logramos contactarnos con los otros a través de los dispositivos de producción y consu­mo de mercancías. El trabajo termina siendo el refugio a nuestra soledad.



Crisis de productividad

Como todo ecosistema, el ecosistema humano es susceptible de contaminarse, causando daño a los seres que en él conviven. No solamente estamos viviendo un deterioro de los ecosistemas naturales, sino que es posi­ble constatar otro tipo de crisis ecológica mucho más crí­tica y preocupante, cual es aquella que afecta de manera directa al entorno interhumano.

La reflexión ecológica ha mostrado la crisis de un modelo de racionalidad y de apreciación de la realidad que, por estar centrado en la eficiencia y obsesionado por la productividad, termina reduciendo a esquemas empobrecidos la diversidad que espontáneamente se da en la vida. Se ha puesto de manifiesto la importancia de la dependencia mutua en que se encuentran los seres y la forma como se integran al conjunto viviente sin perder su singularidad. La crisis ecológica que amenaza a la hu­manidad es consecuencia, ante todo, de la disminución de la variabilidad dentro de los ecosistemas y de la obs­trucción de los ciclos alimenticios y metabólicos, alteran­do la mutua dependencia.

Al igual que ha sucedido con la naturaleza, nos encontramos en la sociedad frente a una crisis ecológica de la interpersonalidad. La crisis ecológica contemporá­nea puede ser resumida en dos grandes ejes problemáticos, a saber: la ruptura de las cadenas de dependencia entre los seres y la negación de la singularidad. Además, hemos perdido masivamente el lenguaje de lo afectivo. Esto ha sucedido por el peso concedido a una razón bu­rocrática que tanto en la escuela como en el trabajo, en la calle como en la familia, se propone moldear nuestros comportamientos según los dictados de la lógica instru­mental y operatoria. La homogeneización y la estanda­rización se convirtieron en valores centrales de la civi­lización contemporánea. La defensa de la singularidad pasa a segundo plano, a la vez que sistemas tradicionales de dependencia, reconocimiento e intercambio afectivo quedan rotos y heridos de muerte ante el avance de la urbanización y la dinámica de mercado.

Así como para explotar los recursos naturales debe­mos insensibilizarnos ante los bosques y los ríos, de igual manera, para imponer a los seres humanos una lógica de la explotación, es necesario romper con ellos nuestras re­laciones íntimas y afectivas a fin de integrarlos a nuestros proyectos productivos. Proceso que debe repetir de ma­nera indefectible cualquier comunidad que se articule al proceso de modernización, que se levanta como bandera clave de la cultura occidental.

Las prácticas del monocultivo y la serialidad industrial, auténtico nudo gordiano al que convergen todos los desastres ecológicos, también se aplican a la vivencia humana. Al igual que los cultivadores seleccionan una sola variedad o especie para someterla al máximo rendi­miento, también se ha querido homogeneizar al ser hu­mano en la fábrica y en la escuela, en el ambiente familiar y en la intimidad. La llamada, por J. M. Idrobo, "conta­minación del monocultivo", se ha extendido también a la esfera de la interpersonalidad.

Pero se ha constatado la fragilidad a que se ven ex­puestos los ecosistemas cuando se reduce la variabilidad en beneficio de la explotación intensiva de una sola es­pecie, seleccionada por ofrecer mejores condiciones de rentabilidad y pingües alternativas de maximización pro­ductiva. Los cultivos a gran escala y rotación acelerada revelan su debilidad por carecer de la protección inmu­nológica que les brinda la variedad, exigiendo insumos muchas veces superiores a los requeridos por los ecosis­temas diversificados.

Al ser suplidas tales fallas con la utilización masiva de pesticidas y abonos químicos, se altera la reproducción de los ciclos naturales, rompiéndose en muchos casos las cadenas bióticas y haciéndose mucho más grave la dismi­nución de la diversidad. En el origen de la contaminación está casi siempre la presión del monocultivo. La revolución verde, entendida como la selección de un solo genotipo —a expensas de la variabilidad genética—, permitió que se llegara a poseer genotipos de alto rendimiento, incre­mentándose a la vez las posibilidades de súbitas catástro­fes por el predominio de la homogeneidad, pues sólo la diversidad en el seno de una población permite la apari­ción de defensas selectivas y diferenciadas. La desapari­ción de las variedades concurrentes, al igual que la seria­lidad en la producción industrial, son los efectos más visibles de la entronización del monocultivo como modelo de guerra que se sustenta en la simplificación y homoge­neización, en la voluntad de erradicar los conflictos, ne­gar las diferencias y desarrollar instrumentos cada vez más mortíferos y precisos para controlar a los enemigos, sean éstos plagas, bacterias o seres humanos.


Contaminación del ecosistema humano

A diferencia de otros animales que se muestran muy celosos en el cuidado de sus nichos, pues saben instintivamente que de ellos depende su seguridad y super­vivencia, los seres humanos descuidamos nuestros nichos afectivos, contaminándolos con todo tipo de presiones y exigencias. En nuestra vivencia afectiva y cultural, esta condición nos coloca en situación de extrema fragilidad.

Es frecuente que al interior del grupo primario y de los dispositivos de socialización, la satisfacción de necesidades de dependencia y la entrega de apoyo afectivo esté condicionada al cumplimiento de ciertos patrones de eficiencia, o al respeto de normas y modelos de conducta férreamente establecidos por los mayores, o, en su defecto, por quien tiene en sus manos la auto­ridad.

"Te quiero si eres como yo quiero que seas", es la frase en que se concreta este chantaje afectivo, cuyo mensaje puede resumirse en la expresión: "Te doy vida psicológica pero sólo si te sometes a mi autoridad". Esta situación de violencia en la intimidad, que suele presen­tarse como dulce y necesaria, no necesita recurrir a gol­pes ni a gritos, pero deja una huella profunda en la es­tructura psíquica, cual terreno abonado y propicio para la aparición de conductas destructivas tanto en la vida in­terpersonal como en la relación con la naturaleza.

Otro factor contaminante del medio ambiente Ínter-personal y de los nichos afectivos es la funcionalización de las relaciones, lo cual puede verse claramente en el medio familiar. Si pudiésemos filmar las actitudes de las personas, tanto en su vida social como en su vida íntima, encontraríamos que con gran frecuencia sus gestos son mucho más duros en el hogar que en los lugares de tra­bajo. Basta con que lleguen a sus casas después de una larga jornada para que frunzan el entrecejo y descarguen sobre las personas cercanas una carga de violencia que contamina y poluciona el ambiente familiar.
Allí, bajo el techo del hogar, priman pseudodiálogos que más parecen una comunicación entre sordos, des­tinada desde sus comienzos al fracaso. Ejemplo de ello son los padres que insisten a sus hijos para que les cuen­ten con sinceridad acerca de sus problemas íntimos, mientras con sus gestos asumen una actitud censuradora que cierra cualquier posibilidad de comunicación franca y directa. Tal como si dijeran con sus palabras: "Desnú­date ante mí", pero con sus gestos y su cuerpo enviaran un mensaje simultáneo que les dice: "Cuidado con de­fraudarme". Doble mensaje que es percibido como una censura o castigo anticipado, por lo que el hijo o el ado­lescente optan de manera espontánea y defensiva por callar.

No valoramos lo suficiente la importancia de esos gestos o palabras sutiles que poseen el poder casi mágico de abrir o cerrar, en un instante, la comunicación inter­personal. Basta un gesto cualquiera —unos labios que se fruncen, una mirada que se endurece, un rostro que se tensiona—, para que la dinámica interpersonal cambie por completo, iniciándose una reacción de simpatía o, al contrario, una cadena de reproches o un insoportable silencio. Igual puede suceder con un simple carraspeo o una mirada de reojo, que de manera inmediata blo­quean la dinámica comunicativa.

Entre personas conocidas, los años de convivencia pueden endurecer la relación, actuando tales gestos co­mo declaratorias de guerra. Un enjambre de emociones se dispara y, de un momento a otro, viejos rencores campean en la escena. Aliada a la memoria corporal, la violencia hace su ingreso sin que nadie, de manera ex­plícita, la haya convocado.


Chantaje afectivo

El chantaje afectivo consiste en imponer al niño, o a los adultos que comparten nuestros nichos afectivos, ciertas pautas de conducta bajo la amenaza de privarlos de nuestro cariño si no las cumplen. De esta manera nos aprovechamos del afecto que el otro nos demanda, para horadar su crecimiento y seguridad.

La dependencia afectiva nos reviste de un poder frente al niño o la persona que se acerca a nosotros para calmar su sed de cariño y contacto. Este poder puede ser utilizado para lograr obediencia, al precio de aplastar la singularidad del otro, quien debe renunciar a sus deseos, emociones y fantasías, que son los emisarios de su sin­gularidad. Es el caso del niño amedrentado por adultos que lo chantajean con el abandono o el retiro del afecto, situación que él vivencia como amenaza de muerte, pues siente que su vida depende de la protección y segundad que le brindan aquellos de cuyo apoyo necesita.

Como el afecto es tan fundamental para el ser huma­no como el alimento y el oxígeno —pues necesitamos de él con tanta urgencia como del aire que nos rodea—, el chantaje afectivo se configura como una forma de vio­lencia que impide la emergencia de la singularidad hu­mana. El chantaje afectivo es revelador del analfabetismo emocional que padecemos, siendo incapaces de construir nichos afectivos sanos, sin poluciones que provoquen cri­sis de la ecología humana.

Como el niño depende del adulto, éste se vale de su poder para rechazar violentamente todo cuanto proviene del deseo, la curiosidad, la tendencia al juego y a la ex­ploración erótica del infante. Estos fenómenos afectivos que se generan en el polo fantástico de la conciencia y dan cuenta de la singularidad del niño, son reprimidos y confinados por la violencia del adulto a las mazmorras del inconsciente, quedando aplastado lo que el niño tie­ne de diferente.

Para destejer la trama de la violencia íntima, es nece­sario reconocer las diversas situaciones que configuran la práctica del chantaje, provocando una contaminación del nicho afectivo y llevando a situaciones dolorosas. La negación de la reciprocidad afectiva para obtener el asentimiento hacia una norma de conducta afecta tanto al que la provoca como al que la padece. Unos y otros terminan encerrados en un círculo vicioso que poluciona y hace irrespirable el nicho afectivo, cuya capacidad nu­tricia se marchita, lanzando al ser humano a una bús­queda errática de cariño. Esta búsqueda está condenada desde el comienzo al fracaso, pues termina perpetuando en otros espacios la situación de la que se pretende escapar.

Al igual que un ecosistema muere cuando una singu­laridad muy fuerte destruye a las demás, pues se queda sin el soporte necesario para establecer cadenas de inter­dependencia, ningún afecto sano podremos tampoco obtener de una persona a la que hemos arrebatado su singularidad. Ninguna razón es valedera para aplastar al otro su singularidad, menos utilizando el chantaje afec­tivo. Es necesario aprender a derivar afecto de personas diferentes a nosotros, independientes de nuestros caprichos, de las cuales sin embargo dependemos de manera vital. E igualmente, aprender a cultivar en noso­tros mismos y en los demás el gusto por la expresión de la singularidad, pues es ella el origen de la fuerza que necesitamos compartir para enriquecer nuestro ambiente íntimo e interpersonal.


Diálogos funcionales y diálogos lúdicos

A fin de alejarnos de la práctica del chantaje afectivo y de la miseria afectiva en la intimidad, es importante aprender a diferenciar, en el espacio dialógíco, los diálo­gos funcionales de los diálogos lúdicos, ubicando su fre­cuencia y proporción al interior del nicho afectivo.

Los primeros son aquellos centrados exclusivamente en criterios de eficiencia, que condicionan nuestra segu­ridad al sometimiento a normas arbitrarias e impositivas en el terreno de la interpersonalidad. En estos diálogos se usa un lenguaje operativo y están mediados por ob­jetos, tareas o patrones de eficiencia, que impiden el en­cuentro intersubjetivo de las personas que se sienten por ello cosificadas. En el diálogo funcional siempre hay uno que manda y otro que obedece, configurándose una situación que impide la emergencia de la singularidad, máxime cuando el cumplimiento de la orden se logra re­curriendo al chantaje afectivo.

Los diálogos funcionales están orientados a lograr la eficiencia, a imponer una verdad o a afianzar la auto­ridad. Ellos son necesarios para la eficacia productiva y son típicos del ambiente militar, fabril o empresarial, pero resultan funestos cuando se entronizan en la intimi­dad. Aquí se constituyen en factores de riesgo y generan frustración y violencia como resultado del aislamiento afectivo a que se somete a las personas, contaminando gravemente el nicho afectivo.

El predominio de diálogos funcionales —uno de los principales factores asociados a la aparición de cuadros de miseria afectiva, farmacodependencia y frustración sexual— puede ser entendido como una polución del espacio comunicativo, fenómeno que atenta a la vez contra las necesidades de dependencia y la emergencia de la singularidad.

Los diálogos lúdicos, al contrario, nos llevan al descu­brimiento afectivo, sin temor a ser censurados por per­mitirnos en la relación interpersonal una vivencia a la vez cálida y azarosa, sin niguna expectativa de control o efi­ciencia. Ellos constituyen un medio de intersubjetivación que permite explorar la fantasía y generar sentido con el otro. El lenguaje utilizado en el diálogo lúdico no es unívoco como el concepto, sino equívoco como la metá­fora, que es su forma de expresión más natural. No hay en ellos un superior que manda y un inferior que obede­ce, sino dos interlocutores que se entregan al juego in­terpersonal lleno de vivencias y de cuerpo.

Los diálogos lúdicos constituyen el lenguaje propio de la intimidad, actuando como factores protectores del ecosistema humano. Al contrario, los diálogos funciona­les cosifican a la persona contaminando el nicho afectivo. La relación dialógica podemos vivirla, bien de manera lúdica o como una imposición funcional, contaminando de esta manera nuestras relaciones interpersonales. La reducción de la sexualidad al coito o al afán de penetra­ción, la práctica deportiva como carrera por las marcas y la subordinación de nuestra vida social al éxito econó­mico, son diversas maneras de contaminar las relaciones interpersonales, pues se funcionaliza la relación entre los cuerpos, dejando de lado otros aspectos como la grati­ficación afectiva, sexual, social e interpersonal, que se expresan a través de la lúdica, la caricia, la cogestión y la exploración erótica no centrada en lo genital.

Las dificultades en la vivencia de la intimidad, la crisis de valores y los problemas en la esfera de la realización, pueden ser abordados como bloqueos del flujo comuni­cativo que necesariamente debe mantenerse al interior de nuestras relaciones, perdiendo de esta manera el eco­sistema estabilidad y viéndose amenazado de destruc­ción. Como la ecología humana es una ecología de la cultura y la simbolización, de la lúdica y el reconoci­miento, del afecto y la convivencia, del enriquecimiento de los mecanismos de soporte social y de las estrategias de comunicación, se impone, por eso, reconstruir el es­pacio dialógico, sin olvidar que la máxima expresión de la singularidad —propósito central de la ecología huma­na— sólo se logra cuando no conflictualizamos nuestras fuentes de alimento afectivo ni la dependencia que los otros tienen de nuestro cariño, permitiéndoles así su li­bertad y crecimiento.




























Sexta Parte
Paradigma de la ternura



Agarrar y acariciar

En la vida cotidiana nos debatimos minuto a minuto entre las posibilidades de agarrar o acariciar. La mano, órgano humano por excelencia, sirve para ambas cosas. Mano que agarra y mano que acaricia, son dos facetas extremas de las posibilidades de encuentro interhumano. El agarre, que nos ha perfilado como grandes cons­tructores de instrumentos, nos ha tornado también suje­tos propagadores de violencia. Cosa diferente es la cari­cia. Para acariciar debemos contar con el otro, con la dis­posición de su cuerpo, con sus reacciones y deseos. La mano que acaricia es proveedora de ternura.

Cuando agarro, como puedo hacerlo con cualquier objeto que tenga a mi lado, lo hago sin pedir consenti­miento, suponiendo que las cosas deben estar dispuestas a mi servicio en el momento en que las necesito. Nos irri­ta que un objeto dejado en un sitio elegido de antemano, no esté allí cuando vayamos a buscarlo. Al igual que aga­rramos los objetos, lo hacemos también con las personas cuando pretendemos imponer funcionalidad, cuando queremos integrarlas a una maquinaria eficiente, some­tiendo sus cuerpos y comportamientos a nuestra volun­tad. "Niño, quédate quieto", "no te muevas hasta que yo vuelva", "te dije que hicieras esta cosa y no la otra", son expresiones que caracterizan esta pretensión de so­meter a los demás a nuestros caprichos y deseos.

A diferencia del agarre, la caricia es una práctica co­gestiva, pues es imposible acariciar a otro sin acariciarnos a la vez. Mediante la caricia producimos el cuerpo del otro a la vez que éste nos produce. Acariciar es participar en un encuentro que al final refuerza la emergencia de la singularidad. Al acariciar, actuamos según una praxis incierta, especie de exploración que se va reformulando según las reacciones de nuestro acompañante. Si alguien llegara a tener un plan previo, rígido y definitivo para aca­riciar, es muy posible que termine estrellándose contra el otro, convirtiendo la caricia en violencia.

La línea que separa la caricia del agarre es bastante tenue. El ejercicio humano por excelencia consiste en mantener un término medio entre estos dos extremos, como si la mano estuviera impelida a coger y soltar, aga­rrar y acariciar, abierta a una variabilidad de matices que es imposible definir por fuera del contexto en que se producen. Como es tan fácil dejar de acariciar y empezar a agarrar, aparece aquí un campo de conflicto nunca re­suelto, frente al cual debe levantarse de manera perma­nente una vigilancia ética.


Dilema ético de la ecología humana

Somos sujetos éticos en tanto poseemos un poder, ejercemos una fuerza. Puede ser ésta la simple fuerza que se deriva de estar vivos en medio de otros individuos o especies. Es por eso que la ética apunta a modular el uso de esta fuerza, invocando la solidaridad necesaria para que la comunidad política pueda mantenerse. Aun­que suele presentarse como un ámbito discursivo, la éti­ca se alimenta de los sentimientos y la pasión. El suyo es el territorio de los sentipensamientos. De las cogniciones afectivas. Punto de cruce del afecto y la razón.

Las figuras de la ética se enriquecen con las de la ecosofía, enseñándonos la manera de modular la fuerza para no aplastar al ser viviente que se nos acerca. Asunto que no es nada fácil. Todos hemos vivido la experiencia de ir a que nos acaricien y salir llenos de heridas y more­tones, preguntándonos después con asombro: ¿pero, que ha pasado?, ¿acaso no era el amor? Es un lugar co­mún afirmar que el amor duele y basta sintonizar cual­quiera de las emisoras que transmiten música popular para escuchar las más variadas historias de personas que fueron a ser acariciadas y volvieron maltratadas. Es preci­so ahondar más en este conflicto que a fuerza de costum­bre se nos presenta como natural.

Creemos incluso que nos incapacitamos para ayudar a las personas que más amamos, bien porque perdemos la lucidez para hacerlo o porque quien nos necesita termina rehuyéndonos. Es tanta la torpeza afectiva acumulada en nuestra cultura, que nos parece apenas obvio que un médico no trate a sus parientes o seres queridos cuando están enfermos, porque perdería precisión en sus juicios técnicos. Esto sucede porque el amor, en vez de tornarnos lúcidos, lo que hace con frecuencia es volvernos torpes.

La disociación entre la cognición y el afecto nos ha ce­rrado el camino de integración de estas dos esferas, ca­mino que permite conocer de manera más fina y detalla­da entre más comprometamos nuestros sentimientos, in­tegración de saberes que todas las culturas antiguas calificaron con el hermoso nombre de sabiduría.

A fin de comprender mejor este fenómeno, quiero traer a cuento un suceso que muchos de nosotros hemos vivido, bien en carne propia o a través de nuestros hijos. Somos invitados el fin de semana a una fiesta infantil y el mago de turno saca de su sombrero un pollito que ob­sequia a nuestro pequeño hijo. Este, alborozado, hace planes para llevar el pollito a la casa, construirle una casita como es debido, alimentarlo y hasta conseguirle compañía. Ya en el hogar, empieza el sufrimiento. El ani­malito corre de un lado para otro y el chiquillo, preten­diendo cogerlo entre sus manos, lo toma con tal brus­quedad que creemos por momentos que va a aplastarlo. Llega finalmente la noche, y en medio del bullicio creado por el animalito, nuestro hijo decide dormir con él para darle calor. Al amanecer del día siguiente, el pollito esta­rá aplastado. Es grande el dolor del niño al comprobar lo que ha hecho. El pretendía protegerlo y terminó violen­tándolo. Quería dar ternura y terminó aplastándolo. La torpeza motriz del niño se va corrigiendo con el tiempo, pero los adultos seguimos padeciendo una torpeza similar en el ámbito afectivo. Cuántas veces, por ayudar, terminamos haciendo daño. Cuántas otras, sin querer, maltratamos a los seres queridos. La historia del pollito, a otros niveles y con otros personajes, se repite a diario.

El asunto ético por excelencia, el dilema en que a dia­rio nos vemos envueltos, la opción que tomamos día a día, es si acariciamos o agarramos, pues lo que nos ca­racteriza como seres humanos es pasar rápidamente y de manera casi insensible de una esfera a otra. Al hablar de caricia, no estamos hablando sólo de la vida íntima. Nos referimos, además, a otros espacios de la vida social que van desde la escuela hasta la política. La caricia es una figura que tiene que ver de manera estrecha con el uso del poder, pudiendo decirse que mientras el autori­tarismo es un modelo político agarrador y ultrajante, la democracia es una forma de caricia social, donde nos abrimos a la cogestión y a la praxis incierta que es nece­saria para construir una verdad con el otro. Hay, por demás, instituciones acariciadoras e instituciones agarra­doras, habiéndose caracterizado la familia y la escuela, en muchas ocasiones, por ser parte de estas últimas.

He ahí el dilema, ético y estético, aplicable por igual tanto a la vida privada como a la pública, al terreno amo­roso como al educativo. Dilema, porque nos abre a una paradoja, cual es la de reconocer lo cerca que estamos a la torpeza, lo fácil que es empezar acariciando y termi­nar agarrando y manipulando. Etico, porque confronta en todo momento nuestra posición de poder y nuestra capacidad de intervención en un contexto humano. Es­tético, porque nos saca de la falacia de las abstracciones donde nos ha llevado la racionalidad burocrática para centrarnos en la dimensión práxica y cotidiana donde se perfilan la sensibilidad y la singularidad.

Dilema que nos obliga a abrirnos a la cotidiana realidad de un uso apabullador de la fuerza que se solaza cons­truyendo aparatos de terror, o, de manera alternativa, a un uso delicado de la fuerza, que encuentra su máxima gratificación en ejercitar ese cuidadoso aprendizaje que nos obliga a estar atentos al daño que podemos pro­ducirles a los otros, incluso cuando nos acercamos a ellos sin intención de violentarlos. El abrazo fuerte o lo que co­loquialmente se llaman los besos mordelones, son una buena muestra de este uso delicado de la fuerza. Pues no se trata de renunciar a la pasión o la vehemencia. Lo que es necesario, más bien, es instalar un campo de vigi­lancia ética para no aplastar a los otros con nuestra insur­gencia o poder, ni permitir, por supuesto, que nos aplas­ten.


Ternura

La mejor manera de entender nuestra vinculación cuidadosa con el mundo es a través de la imagen de la ternura. La ternura es el factor protector por excelencia del medio ambiente interpersonal. Siendo lo opuesto al chantaje afectivo y a los diálogos funcionales, la ternura es el único medio idóneo para favorecer la emergencia de la singularidad y el alimento adecuado para la depen­dencia afectiva. Su presencia en el mundo interhumano impide de raíz la aparición del tradicional conflicto entre dependencia y singularidad.

La ternura es también un modelo válido para enten­der nuestras relaciones no sólo con los niños, sino tam­bién con los adultos, sean éstos compañeros de trabajo o compañeros de intimidad. Ser tierno implica alejarse de la lógica del guerrero que afanoso declara en abs­tracto su autonomía, pero implica también rechazar a la vez todo camino que nos lleve al servilismo y a la vio­lencia íntima. Sólo es pensable la ternura desde la debi­lidad y la fractura. Partimos de reconocer que necesita­mos vitalmente del otro, pero que no podemos pagar el precio de nuestra singularidad para acceder al cariño que necesitamos. Es pues, si se quiere, una enunciación de fuerza desde la fractura, una ética de la debilidad, una propuesta cogestiva para el amor.

La ternura es la aceptación de que no somos autár­quicos, de que no existen posibilidades de paz y éxtasis permanente, de que nadie existe por y para darnos de­leite, de que todos los humanos somos diferentes y de­pendemos, por eso, unos de otros. La ternura es, en fin, aceptar que necesitamos de los otros precisamente por­que son diferentes y que esa diversidad y esa depen­dencia son la base de la riqueza y estabilidad del ecosis­tema humano.

La ternura, que se expresa con palabras, gestos, tonalidades de voz, contactos corporales, actitudes de re­ciprocidad y gestos de acogimiento, es la disposición a fomentar y no dañar nunca la singularidad del otro. La ternura es el cuidado inteligente que debemos tener en nuestras relaciones con los otros, teniendo siempre pre­sente que nuestro interlocutor es un ser ávido de afecto, con una personalidad singular y única pero frágil, que ne­cesita fortalecerse y desarrollarse como requisito para ejercer la libertad.

La distancia entre la violencia y la ternura, en sus modalidades tanto cognoscitivas como discursivas, radica en esa disposición del ser tierno para aceptar al otro como diferente, para aprender de él y respetar su carác­ter singular, sin querer dominarlo desde la lógica homo­génea de la guerra. Podremos hablar de ternura en la política, de ternura en la investigación y ternura en la es­cuela, siempre y cuando nos aceptemos como seres in­completos, para quienes la única modalidad válida de re­lación es la cogestión. Sujetos jugadores, abiertos al intercambio gratuito con la ignorancia y el azar, que al reconocer la necesidad que tienen de la savia afectiva, se muestran dispuestos a apostar todo su saber por degus­tar la tierna calidez de los instantes.

La ternura es ante todo una caricia que nos propor­cionamos, pues incluso la madre es tierna con el niño sólo cuando lo es consigo misma. La ternura es un con­juro destinado a colocar un dique a nuestra agresividad, para que no se transmute en violencia. La ternura es la certidumbre de que no poseemos la verdad y que ésta debe ser construida con el otro de manera cogestiva. Al tener conciencia de nuestra relatividad y finitud, no inten­taremos imponer la verdad por la violencia, pues podría­mos anular en el otro sus ¡deas y sentimientos, es decir, su singularidad. La ternura es, pues, un conjuro contra la violencia, una especie de canción que, como la canción de cuna, debe ser cantada cuando al encuentro con una realidad que se nos resiste, sentimos el impulso de des­truirla o dominarla.

Decir ternura no equivale a decir sumisión. Por el con­trario, tener la capacidad de ser tierno exige la posibilidad de rechazar rotundamente la violencia de que se pretenda hacernos víctimas, pues tolerarla nos coloca en riesgo de convertirnos en victimarios. De allí que para comprender esta paradoja, sea necesario recurrir al ejem­plo del gato, animal dispuesto siempre a la caricia, pero que reacciona con fruición cuando es violentado. Debe­mos aprender a responder con irritación ante cualquier intento de aplastar nuestra singularidad, sin caer en la violencia o el rencor. Es decir, sin planificar deliberada­mente la venganza a fin de aplastar la singularidad del otro, o llenarnos de resentimiento y dureza, al punto de no abrirnos nuevamente a la caricia y la cogestión.

La ternura es un aprendizaje que implica compartir de nuevo nuestro cariño con aquella persona que nos ha ofendido o hemos ofendido. Esta apertura no puede llevarnos a justificar los círculos viciosos del maltrato y la estupidez afectiva. La ternura es un derecho y un deber de la vida cotidiana, en cuanto podemos exigirla incluso en los momentos más álgidos de la crisis, pero también debemos ofrecerla siempre, pues nada justifica que no podamos compartir con el otro nuestro calor. Es pues, una ética del conflicto, que nos permite sentar las bases cogestivas para una reconstrucción de nuestra vida amorosa.

La ternura da profundidad a nuestra aventura vital, acercándonos a la sabiduría. Abrirnos a la dinámica de la ternura parece ser el gran reto de nuestra época. En­rutarnos hacia la ternura es tener siempre presente en el horizonte la posibilidad de la crueldad, de la violencia, a la que con tanta facilidad accedemos los seres humanos; pues la ternura actúa como una especie de conjuro que impide que cultivemos rencores y odios. Al igual que la madre canta la canción de cuna no tanto para el niño sino para ella misma, para conjurar su posible irritación y no hacerle daño al chico, también nosotros entonamos la canción de la ternura para humanizarnos e impedir que caigamos en el embeleso del exterminio.


Ecoternura

De la misma manera que el clima es determinante para el adecuado desarrollo de los ecosistemas naturales, también la calidez es necesaria para el buen funciona­miento de los ecosistemas afectivos. Para que puedan crecer las singularidades es recomendable establecer controles de calidad afectiva que nos permitan estar se­guros de dar y recibir un afecto propicio al mutuo ejercicio de la libertad, sin chantajes ni manipulaciones. Así como realizamos, para beneficio de los consumidores, controles de calidad a los televisores, vestidos o alimen­tos, es importante también establecer pactos de ternura que nos permitan cuidarnos en medio del conflicto. El clima emocional es uno de los factores más deter­minantes —si no el principal— en la definición del perfil de las instituciones laborales y educativas, y por supuesto decisivo en la dinámica familiar. Aprender a calibrar el microclima afectivo, ajustándolo para asegurar el bie­nestar de los seres que de él dependen, es asunto tan importante como cuidar la adecuada combinación de ca­lor y humedad en un semillero o ecosistema vegetal.

Es posible que encontremos en nuestras propias vidas, o en la institución o en nichos afectivos a donde llegamos, un grave deterioro de las relaciones interpersonales, como sucede con esos territorios afectados por la tala indiscriminada de bosques y expuestos a la erosión. En­contraremos que las fuentes nutricias se han secado, que la oferta de cariño ha menguado, que los gestos se han endurecido y funcionalizado. Es entonces preciso acercarnos al desastre con ecoternura. Nuestra tarea, en estos casos, no será diferente a la de alguien que emprende con paciencia la reconstrucción de una mi­crocuenca o un humedal, de cuyo bienestar depende la vitalidad de un ecosistema. El primer paso es sin lugar a duda no destruir más, dejar que crezca el rastrojo, que broten nuevamente esas diferencias cuya emergencia impedía la dinámica del monocultivo. El segundo paso será cultivar las singularidades que espontáneamente broten o aquellas que traigamos para enriquecer el am­biente empobrecido, favoreciendo las autorregulaciones que suelen desaparecer cuando imponemos al ecosiste­ma una lógica vectorial y jerárquica. En la vida interper­sonal, estos dos pasos podrían resumirse diciendo que debemos escuchar y acompañar el crecimiento de las di­ferencias, sin quedar atrapados en la obsesión por el or­den o en las lógicas de guerra.

Una de las cosas que más asombra de los ecosistemas es que, sin archivos ni burocracia, logran preservar un conocimiento siempre actual, inmediato y sensible, perpetuado en cada una de las singularidades y puesto en juego de manera espontánea cuando se ve amena­zada la vida de la especie. Ecoternura es desburocratizar el conocimiento, convirtiendo su producción y conser­vación en una práctica autogestiva. De nada sirve guar­dar archivos con conocimientos que no van a ser com­partidos con nuestros congéneres. No tiene objeto man­tener información que no va a enriquecer la vida cotidia­na de la existencia singular. Ningún sentido tiene acu­mular verdades que no se transforman en patrones de vida y criterios ciertos para relacionarnos con las demás especies vivientes. No podemos seguir pensando al técnico como sede del saber, porque el conocimiento no es­tá ni aquí ni allá, ni en el sujeto ni en el objeto, sino en un lugar intermedio, lugar de la interacción y la construc­ción conjunta. Un modelo de conocimiento que no excluya la ternura ingresa necesariamente por la racionalidad ecológica, considerando fundamental la dependencia, la descentración y la singularidad, abierto a la interacción y sin cerrarse en ningún momento con la arrogancia de un gesto imperial.  La naturaleza actúa de manera flexible y abierta, sin planes definitivos. No se trata de tener un solo plan sino de poder asumir todos los planes, abiertos a la articulación y a las singularidades, prestos a alimentarnos del desorden y la incertidumbre.

En un mundo armado hasta los dientes y cruzado por vientos de exterminio, es necesario entender que la sim­bología guerrera ha llegado a su fin. Afirmación que nos obliga a introducir una nueva simbología en el escenario político, que permita reconocer la existencia del conflicto y la necesidad de la diferencia, a fin de contrarrestar las consecuencias funestas de esta pasión por la homogenei­zación que se traslada del monocultivo a las relaciones interpersonales. Los plaguicidas responden a esa menta­lidad cerrada que declara la guerra al desorden, a lo indeseable, actitud que se expresa tanto en la producción empresarial como en la intolerancia y fanatismo que caracteriza a ciertos modos de vida familiar y social. La lógica de la gran producción capitalista, que ambiciona producir lo homogéneo tanto en la fábrica como en la escuela y la familia, genera una tensión productiva que destruye el abanico de singularidades, fenómeno que po­ne en peligro nuestra existencia como especie. Convivir en un ecosistema humano implica una disposición sensi­ble a reconocer la diferencia, asumiendo con ternura las ocasiones que nos brinda el conflicto para alimentar el mutuo crecimiento.


Estrategias de intervención

Enfrentar la crisis ecológica de la cultura exige tener claro hacia dónde debemos dirigir nuestros esfuerzos a fin de definir los pasos pertinentes para un proceso de reconstrucción cultural. En primer lugar, como de manera simple lo sabe un conservacionista, o como lo haría una persona empeñada en reconstruir un bosque natural, lo primero es tratar de recuperar y cultivar las singu­laridades. Sin un conjunto de singularidades, cualquier proceso de reconstrucción ecológica es vano. Este punto es importante, pues frente a comunidades marginadas o en situaciones de deterioro social, en muchas ocasiones los recursos disponibles y las orientaciones estatales ha­cen más énfasis en solucionar necesidades básicas, sin importar que el proceso de intervención sea paternalista o autoritario, es decir, sin tener como cuidado central el cultivo de las diferencias. En cualquier circunstancia, dentro de un proceso de reconstrucción ecológica de la naturaleza y la cultura, la singularización es el propósito de intervención más importante.

En segundo lugar, cabe entender que la diferencia entre un proceso de reconstrucción agenciado por el ser humano y la reconstrucción espontánea de un ecosiste­ma afectado por una inundación o un incendio, reside en que el primero está mediado por un afán de control desde un plan único y centralizado, mientras el segundo se genera desde un proceso de autorregulación sin centro privilegiado. Es decir, la intervención humana hace más énfasis en la construcción previa de los sistemas de intermediación y dispositivos de control, mientras el ecosistema natural pone en juego toda la potencialidad de sus singularidades. Acceder a modelos donde tengan cabida propuestas como las del orden por fluctuación u orden por el caos, es el complemento necesario para un proceso que tiene como eje fundamental la singularización, confiando en que las cadenas de interdependencia se irán generando de manera paulatina en la respetuosa interacción de las diferencias.

No debemos quedar atrapados en el pensamiento burocrático que exige planificar nuestra intervención cul­tural desde objetivos puntuales que respondan a un sis­tema de costo—beneficio. No podemos hablar en el mismo lenguaje que buscamos desplazar. Nuestras ac­ciones son a la vez fines en sí mismas, pues cada una de ellas adquiere el carácter de postura ética y estética que hace resonar, en el ambiente cultural, una manera dife­rente de percibir la singularidad y la diferencia. Como toda intervención, la nuestra es también una posición de fuerza que busca confrontar hábitos y valores para ge­nerar nuevos modos de apasionamiento, más proclives a una perspectiva ecosófica.

Desde la perspectiva de la ecología humana es impen­sable y contraproducente una intervención normativa. Definir modelos universales para obtener resultados uniformes, no es más que reproducir las condiciones pa­ra generar nuevos desastres ecológicos. Es necesario po­ner siempre de presente la singularidad del individuo, grupo o ecosistema, aprendiendo a reconocer sus pro­pios procesos de bloqueo y autorregulación. Cada mo­mento vital, cada grupo o comunidad, necesitan de dife­rentes niveles de dependencia y configuran diversos ca­minos de expresión de lo singular.

Un modelo de intervención no debe entenderse como un esquema cerrado, sino como un diseño tendiente a favorecer la circulación y comunicación dentro del eco­sistema humano, pero cuyo funcionamiento y concreción será siempre diferente, dependiendo del grupo al que se aplique. Esta es la razón por la cual, desde la perspectiva de ecología humana, un programa de intervención exige del promotor gran creatividad e imaginación, y del grupo una comprometida labor de autogestión. No se pretende hacer un manejo normativo de masas ni reproducir con­ductas autoritarias que favorecen la violencia en la inti­midad. Al contrario, es necesario tener una gran flexibi­lidad en la intervención, particularizándola y rediseñán­dola según las condiciones concretas que se enfrentan, sin olvidar nunca que se trata de un proceso de creación colectiva y no simplemente de la aplicación o reproduc­ción de un nuevo modelo para el manejo de grupos, el control psicológico o la valoración estandarizada de la personalidad.

No se trata, como podrían pensar algunos, de una va­riante de la terapia de grupos o de un trabajo que re­fuerce la identidad o actitud de mando del técnico o pro­fesional. Este no es más que un articulador entre la tradi­ción científica y la comunidad, participando él mismo del proceso autogestivo que debe redundar en cambios reales del medio ambiente interpersonal en el que inter­viene. El trabajo deslinda, pues, el marco de una sesión o reunión grupal tradicional, para enfrentarse a la vida humana, buscando, como toda intervención ecológica, un cambio actitudinal hacia el ambiente que favorezca los mecanismos de dependencia a la vez que fomenta la expresión y crecimiento de la singularidad.

Reconociendo la peculiaridad y fragilidad de cada ecosistema humano, debemos intervenir sin opacar la ri­queza de la vida cultural que se nos ofrece, ni perder de vista que el objetivo prioritario es fomentar el desarrollo de la diferencia sin poner en peligro el alimento afectivo indispensable para el crecimiento de la singularidad. Ase­gurar la coexistencia de la dependencia afectiva y la au­torrealización, desarticulando los sutiles mecanismos del chantaje afectivo y la compulsión por el éxito y la eficien­cia, es la manera adecuada de prevenir la aparición de la crisis ecológica de la interpersonalidad.












Séptima Parte
¿Sabe Ud. comunicarse afectivamente?


Un momento de reflexión

Deténgase ahora, finalmente, a pensar un poco en usted mismo y en la manera como da y recibe afecto. De hecho, existen muchas formas de dar y recibir amor y cariño. Queremos a los demás y nos queremos a noso­tros mismos de diversas maneras.

Cada día establecemos comunicación con diferentes personas. Según nuestra ocupación o condición, entabla­mos comunicación con nuestros hijos, nuestros alumnos, compañeros de trabajo, familiares, amigos o pareja. De igual manera, nos hablamos a nosotros mismos sobre distintos aspectos de la vida.

Ubiqúese en este medio ambiente comunicativo y pregúntese de qué habla usted y con quién. Podría ser que su vida, tanto en la escuela como en la familia, es­tuviera saturada de diálogos funcionales, centrados en el rendimiento o en aspectos económicos. Superar el analfa­betismo afectivo y dar salidas a la crisis ecológica de la interpersonalidad, es ante todo superar este nivel de diálogo completamente operativo, para compartir con los otros algo más que aquello que compartiríamos con una máquina.

Al invitarlo a pensar de qué habla usted con los demás y con usted mismo, se pretende que analice si su comuni­cación no está reducida a cosas prácticas, preguntándose además por la manera como en su casa o trabajo, en la escuela o la vida social, está comprometiendo su afecto al comunicarse con los demás.

La comunicación no es solamente una herramienta práctica para dar informes o recibirlos. Es también la me­jor manera de establecer redes afectivas. Si usted se atre­ve a reforzar el elemento afectivo de la comunicación, decidiéndose a dar y recibir cariño y reconociendo la mu­tua dependencia, sin lugar a dudas su vida cotidiana me­jorará de manera sensible.


¿Se permite el contacto corporal?

Dentro del entorno comunicativo, el contacto físico que usted establece con los demás es fundamental para determinar el tipo y calidad de la relación afectiva. Podría al respecto preguntarse: ¿cuándo establece Ud. contacto físico con sus hijos?; ¿en qué situaciones establece Ud. contacto físico con su pareja?; en el trabajo, ¿cuándo y de qué manera establece Ud. contacto físico con los de­más?; con sus amigos y amigas, ¿cuándo y por qué ra­zones establece Ud. contacto físico?; ¿cuándo establece Ud. contacto físico con sus padres?; ¿cuándo con sus hermanos?; finalmente, ¿cuándo y de qué manera esta­blece Ud. contacto físico con sus alumnos?

Al respecto, vale recordar que no existe palabra o dis­curso que pueda reemplazar la comunicación gestual y el contacto físico. Lo fundamental de la educación, tanto en la familia como en la escuela, puede transmitirse con el gesto, sin hacer uso de las palabras. El discurso viene a matizar y precisar el clima afectivo que se genera por la comunicación corporal. Por eso, cabe preguntarse por el tipo de educación que de manera implícita, con nues­tra actitud corporal, hemos estado transmitiendo. Se trata de reformular este entorno comunicativo, teniendo presente que el tacto y el contacto corporal son experien­cias muy importantes y necesarias, tanto para los niños como para los adultos.

Vivimos en una sociedad en la cual el contacto físico se desprecia o es abiertamente censurado, pues sólo se piensa en él cuando se habla de contacto íntimo en la pareja. Sin embargo, está claramente demostrada la im­portancia que tiene recibir todos los días, y en buena cantidad, expresiones de afecto físico que pueden llegar 3 ser la clave para sentirnos seguros y enfrentar la vida. Por eso, no lo piense dos veces y atrévase a expresar sus afectos mediante el contacto físico; con su pareja, con sus hijos y alumnos, con sus compañeras y compañeros, entendiendo que cada día nos brinda una nueva oportu­nidad de dar y recibir afecto.


¿Practica Ud. el chantaje afectivo?

Para que este afecto que circula cotidianamente no se torne asfixiante y contaminante del medio ambiente interpersonal, es fundamental que se reconozcan las situaciones de chantaje afectivo, tanto las que Ud. pro­picia como aquellas de las que es víctima. Hágase pre­guntas como éstas: ¿Le da a Ud. susto perder su auto­ridad por demostrar cariño a alguien?; ¿pone Ud. condi­ciones antes de dar cariño?, y si lo hace, ¿qué tipo de condiciones?; ¿da Ud. cariño a cambio de obediencia?; ¿saben las personas con quienes Ud. se relaciona, que cuentan con su cariño, pase lo que pase?

Posiblemente estas preguntas lo pongan a pensar, porque sin duda muchos de nosotros somos chantajistas afectivos, pues nos hemos acostumbrado a dar y recibir cariño a cambio de algo. Tal vez debamos recordar que el afecto es una necesidad básica, tan importante como dar de beber a quien tiene sed, y que negarlo es tan gra­ve como no proporcionar aire puro a quien se siente as­fixiado; por esto, no debería existir ninguna condición para satisfacer esta urgente necesidad humana. Si usted es un chantajista afectivo, atrévase a dar afecto pase lo que pase. Con seguridad esto cambiará la calidad de sus relaciones.


Abiertos al afecto

El afecto, condición indispensable para el ejercicio de una vida sana, es algo que se vuelve realidad todos los días, en las condiciones en que vivimos, con la manera de ser que tenemos y los recursos con que contamos. Por estar habituados a pensar en un amor ideal, muchos de nosotros nos sentimos incapaces de ofrecer y recibir amor en la vida cotidiana. Es por eso que cuando nos en­frentamos a relaciones con amigos o amigas, con los compañeros de trabajo o con los alumnos, con los pro­fesores o con nuestra pareja, nos sentimos incapaces de encontrar la manera de expresar adecuadamente nues­tros sentimientos.

Muchas veces convivimos con personas que, al igual que nosotros, están necesitadas de afecto, de seguridad. Aunque creemos estárselos ofreciendo, ellas no lo llegan a saber nunca, porque no sabemos cómo expresar ese afecto. Establecemos relación con los demás simplemente para intercambiar la información que nos interesa, o para demostrarles nuestro éxito y poder. Pero pocas veces establecemos relaciones en donde comprometa­mos a plenitud nuestros sentimientos.

Pocas veces nos comunicamos por placer, para com­partir, porque sí. Creemos que al comunicarnos con los demás o con nosotros mismos, tenemos que buscar al­guna utilidad. Hemos aceptado que el tiempo es oro y que todo en la vida debe servir para algo práctico, y nos estamos quedando solos. Pero eso no es todo. Utilizamos el afecto como una moneda y damos afecto sólo a quie­nes nos obedecen. Sin darnos cuenta decimos: "Te quiero si eres como yo quiero que seas".

Atrévase por eso a pensar en su manera de comunicar y recibir afecto, porque ahí puede estar la clave para una vida mejor.

FIN


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