Luis Carlos Restrepo
Luis Carlos
Restrepo
Nació en Filandia
(Quindío) en 1954. Es médico psiquiatra de la Universidad Nacional de Colombia
y magíster en Filosofía de la Universidad Javeriana. Ha sido profesor
universitario y actualmente es Asesor de Proyectos en Psiquiatría Social.
Es autor, entre
otros libros, de "El derecho a la ternura" y "Libertad y
locura".
"La sociedad
contemporánea no sólo está amenazada
por las armas
nucleares y los desastres ecológicos.
Se hace necesario
además, para beneficio del hombre,
poner en práctica
una ecología del espíritu..."
S.S. Juan Pablo
II
Mensaje a los
Artistas
Octubre de 1986
Prefacio
La Ecología
Humana, tal como se desarrolla en la nueva colección que ofrecemos, tiene como
punto de partida la analogía que se establece entre los ecosistemas vivientes
y el mundo de las relaciones interpersonales. Por tal motivo, para la
exposición de nuestra propuesta, no nos interesa ahondar en otros enfoques que
se preocupan por los seres humanos en tanto conglomerados poblacionales que
establecen relaciones de intercambio energético con los ecosistemas naturales.
Nuestro abordaje tiene una perspectiva más sutil. Pretende leer, desde una
mirada ecológica, el ámbito de las relaciones afectivas y cognitivas que surcan
nuestra vida diaria.
Tal perspectiva
de estudio se justifica por la similitud que existe entre la crisis ecológica y
la crisis interpersonal y valorativa del mundo contemporáneo. Fenómenos como el
creciente analfabetismo emocional, las dificultades en la vida de pareja y en
la vivencia de la intimidad, la funcionalización de las relaciones cotidianas y
trastornos como la violencia intrafamiliar o la drogadicción, aparecen como
expresión de esa torpeza afectiva típica del mundo contemporáneo.
No sólo padecemos
de un terrible analbafetismo emocional, sino que hemos aprendido a sacar
provecho de nuestra situación. En efecto. Compensamos el despecho con un afán
de productividad que nos lleva a generar una compulsión por el trabajo y la
eficiencia, muy bien vista en nuestra dinámica social. Nada importa que seamos
torpes al momento de dar y recibir alimento afectivo, siempre y cuando podamos
cumplir con las exigencias productivas de la época.
Vivimos un
desastre cultural, pues no otro nombre puede darse a una situación en la que
tantas personas, de tan diferente condición social o estrato económico,
fracasan en sus empresas amorosas. Nos hemos centrado en el manejo de la
información —como si envidiásemos a las máquinas—, pero hemos descuidado el
cultivo de la sabiduría. Es necesario integrar de nuevo la razón y la emoción.
Mientras la información consiste en la manipulación de datos binarios,
susceptibles de utilizarse según las categorías excluyentes de lo positivo o lo
negativo, la sabiduría atiende a la articulación de estos datos con los
afectos y las pasiones, por lo que se abre a la ambigüedad y a los matices
propios de la vida humana. Se trata de recuperar ese terreno en que los afectos
se cruzan con la información, para aprender a movernos adecuadamente entre
seres humanos que se apuestan pasionalmente en sus experiencias sexuales y en
su manejo del poder. Es decir, para movernos con audacia en medio de los
conflictos humanos sin quedar aprisionados en ellos.
El desastre
cultural, o crisis ecológica de la interpersonalidad, es causado por un
conflicto que debe ser cabalmente representado para que podamos poner en
marcha estrategias de reconstrucción de nuestro entorno afectivo. Para
lograrlo, definimos el ecosistema como un conjunto de diferencias que interdependen
y la crisis ecológica como la ruptura de uno de estos dos ejes, resultado
del afán de productividad y del culto a la eficiencia. Los fenómenos propios
del monocultivo —típico ecosistema artificial— se reproducen en la vida humana,
con una diferencia que merece ser señalada. En la vida interpersonal, al
conflicto entre dependencia y singularidad que existe en todo ecosistema, se
añade la torpeza afectiva típica de nuestra cultura al momento de enfrentarlo.
De esta manera, a un problema natural —cual es la lucha permanente entre estos
dos ejes— se suma otro problema interpersonal y social, relacionado con la manera
como en ocasiones abordamos la dinámica afectiva y las relaciones de poder
dentro de la sociedad consumista.
Por tal motivo,
nuestra pretensión es dar las claves para resolver este segundo nivel del
conflicto, es decir, para superar la torpeza afectiva, a fin de dar al choque
entre dependencia y singularidad un cauce sano y creativo para su expresión.
Creemos posible
superar el analfabetismo emocional, para que el conflicto entre dependencia y
singularidad no se convierta en fuente de sufrimiento innecesario. Para eso,
es prioritario aprender a cuidar nuestros nichos afectivos de la polución y la
contaminación derivadas del exceso de diálogos funcionales y la presencia de
chantajes afectivos en el mundo interpersonal. Camino que podemos transitar
realizando pactos de ternura, entendidos como una postura ética que brinda
criterios para abordar el choque inevitable entre dependencia y singularidad.
Dichos pactos no
se limitan a la intimidad amorosa o a la vida de pareja. También en el ámbito
laboral y político es necesario apostarte a la delicadeza, sin caer por eso en
la flojera o la melosería. Aunque lo olvidemos con frecuencia, compartimos con
los demás seres vivientes necesidades apremiantes de oxígeno, agua y alimento.
Pero los seres humanos, además, necesitamos con urgencia del afecto, especie
de alimento espiritual sin el cual nos marchitamos y hasta perecemos. Nuestro
jardín interior necesita de riegos afectuosos, bien sea en forma de caricias,
calidez o reconocimiento. Pero este afecto que recibimos y ofrecemos no es
siempre el más oportuno y adecuado. En ocasiones se trata de afecto trasnochado,
o hasta vencido y envenenado, propio de esos amores con codazo y zancadilla que
tan profundas heridas nos dejan en el alma. Por eso, un pacto de ternura es
también un acuerdo para realizar un mutuo control de calidad afectiva.
El pacto de
ternura no niega que la vida social y amorosa esté llena de conflictos. Al
contrario, es necesario reconocer su presencia, aprendiendo a manejarlos sin
terminar aplastados a causa de nuestra torpeza. No compartimos una visión
simplista de la problemática ecológica que aboga de entrada por un retorno a
la armonía y la estabilidad. A la inversa, no podemos negar que la vida humana
y la dinámica viviente serán siempre fuente de conflicto, por lo que se trata
de poner en marcha estrategias que permitan manejarlo sin terminar apabullados
por él.
Esta ética del
conflicto la resumimos en el paradigma de la ternura, o mejor aún, de la
ecoternura. La ternura resume nuestra postura actitudinal ante la crisis
ecológica, pudiendo entenderse como un aprendizaje social que exige una
reconstrucción de la cultura desde la proximidad; revolución de la vida
cotidiana que nos invita a asumir, como horizonte ético, una reflexión sobre
el poder, la libertad y la decisión, para aclimatar un uso delicado de la fuerza.
La ternura es la
manera de combinar nuestra vehemencia por modificar el mundo con el respeto a
las mutuas necesidades de expresar la singularidad, sin poner por eso en
peligro la reciprocidad afectiva. La ternura es un derecho y un deber de la
vida cotidiana, que es urgente aprender a respetar. De esta manera impediremos
la aparición de esos terribles chantajes afectivos, mediante los cuales le
hacemos saber a la persona amada que le entregamos cariño sólo si se acopla a
nuestros caprichos e intereses. No tenemos por qué resignarnos al desamor y
al despecho. Podemos reaprender nuestra vida amorosa, dejando de lado hábitos y
creencias que nos traen más daño que beneficio.
El enfoque de
Ecología Humana es tanto una metodología amplia de reconstrucción cultural e
interpersonal, como una perspectiva válida para enfrentar problemas de
drogadicción, dificultades en la vida sexual y afectiva, y desbordes de
violencia que ponen en peligro la vida civil y la convivencia. Es una nueva
manera de entender el amor y la democracia, que busca apuntalar algunos ejes
axiológicos cuya importancia se ha desdibujado en el mundo contemporáneo. Lo
ofrecemos como una mediación conceptual que puede servir de herramienta dialógica
en los procesos autogestivos de reconstrucción afectiva, valorativa e
interpersonal, que se han convertido en una prioridad cultural del mundo
occidental.
Quiero,
finalmente, expresar mi agradecimiento al Dr. Juan Francisco Pérez, quien
colaboró de manera diligente en la organización didáctica de los ejes del
Ecosistema Humano, facilitando la labor del lector y el pedagogo.
Reconocimiento que hago extensivo al comunicador y publicista Hernán Salamanca,
por su valiosa contribución a la redacción del capítulo
séptimo. Sus aportes han sido fundamentales para la elaboración del presente
texto.
El Autor
Primera Parte
El marco de la crisis
Visión
catastrófica de la ecología
Programas
radiales, películas y grabaciones de televisión, han tematizado el medio
ambiente en términos negativos, acumulando informes y expedientes que señalan
factores de polución, contaminación, exterminio de especies y agotamiento de
recursos. Quizá por eso, muchos consideran que la ecología consiste en una
identificación de factores nocivos que deben ser expulsados de la convivencia
ciudadana.
El pensamiento
ecológico queda, de esta manera, convertido en un juicio maniqueo donde el mal
es confinado a las modernas civilizaciones industriales, que deben ser
sometidas a un tratamiento moral por padecer, como afirma Fierre George, una
enfermedad vergonzosa.
Sin negar que la
angustia y el temor generados por la crisis medioambiental tiene un sólido
soporte en la realidad, cabe aceptar también que las imágenes acuñadas para
representarla expresan en gran medida un componente psicológico y afectivo
relacionado con el terror que producen los cambios inesperados. La sociedad
humana cruza por un momento de innovación que pone en entredicho su identidad
cultural y biológica, episodio crítico que con buen olfato periodístico el
escritor norteamericano Alvin Toffler denominó el "shock del
futuro".
Los cambios
acelerados de la sociedad contemporánea, con el concomitante derrumbe de
tradiciones y costumbres consideradas hasta ahora inamovibles y perennes,
pueden ser vividos como una ola desestabiliza-dora que pone en peligro los
fundamentos de la vida humana, generándose añoranzas por un mundo que se hunde
y en el que se cifran los ideales de una hipotética felicidad perdida.
Paradigma de la
época
La ecología y la
temática del medio ambiente representan, no cabe duda, un paradigma de la
época. Pero como sucede con todo paradigma, también éste reúne en su seno
tendencias ambiguas y contradictorias, convirtiéndose en lugar común de la
charla cotidiana y la ideología.
No podemos
olvidar que cuando los conceptos entran en circulación, empiezan a sufrir un
desgaste similar al de las monedas viejas, en cuya superficie no es posible
distinguir ya, ni la figura del procer que las caracterizaba, ni aún menos la
inscripción que certifica su cuantía. Desdibujadas, ya nadie recuerda su
significado primero.
Es necesario
impedir una salida facilista que convierta la ideología del medio ambiente en
un nuevo factor de consumo, con ocios programados en la montaña o en los
parques recreacionales, con éxodos turísticos costeables a crédito o
actividades apoyadas por un ferviente misticismo de corte oriental que, al
igual que la ecología, aparece también como una ideología de moda.
La temática
ecológica y la información relacionada con el medio ambiente se han convertido
en contenido predilecto de agitación de grupos y clubes que acuden a la opinión
pública para arrastrarla a una cruzada que esconde, en no pocas ocasiones, una
mitología rural que pretende señalar la pureza del campo y la naturalidad de
las costumbres bucólicas como alternativa frente a la corrupción de la ciudad,
la técnica y la civilización.
Al presentarse
nuestra época como un momento de mutación que pone en entredicho la identidad
cultural, e incluso la identidad biológica, son muchos los que reaccionan con
una ideología del terror, pues, para ellos, el futuro, siempre impredecible,
sólo logra perfilarse con las características de lo monstruoso. Esta vuelta a
la naturaleza y al ideal de la campiña rememora el viejo sueño de una edad de
oro sin enfermedad ni sufrimiento, de hombres vigorosos y costumbres sanas,
época que, por supuesto, sólo ha existido en la nostalgia que se anida en la
imaginación humana.
Al igual que los
habitantes de las ciudades son acechados por los peligros de la
radioactividad, la polución, la lluvia acida y las creaciones tecnológicas,
también durante siglos los grupos humanos que tuvieron o siguen teniendo su
habitat en bosques o praderas han vivido en intimidad con el dolor y la
muerte, compartiendo sus días con animales venenosos, endemias y parasitosis.
¿Qué camino
tomar?
La simplificación
de las propuestas ecológicas y su identificación con una mirada apocalíptica
sucede, tal vez, porque es más fácil convertir la crisis ecológica en campo de
militancia que en motivo de reflexión. Siempre es más sencillo lanzar desde la
tribuna un anatema, que preguntarse por las condiciones culturales que hicieron
posible la aparición de la situación que nos acongoja. Lo que debe quedar claro
no es tanto la necesidad de una "vida más natural", alejada de la
sociedad de consumo, con ejercicios matutinos de yoga y dieta a base de soya,
sino que la crisis ambiental y ecológica nos obliga a tomar conciencia de
nuestra pertenencia a la naturaleza, de la que nos habíamos creído
independientes y desligados. Superando la arrogancia, es necesario reconocer
que vivimos en un ambiente finito, de recursos limitados, que eventualmente
puede ser destruido por la acción humana. Las dificultades generadas en la interacción
con otras especies vivientes nos colocan en una situación de peligro para la
vida, que nos obliga a buscar nuevas estrategias de convivencia.
Por uno de sus
lados la crisis ecológica se revela con características negativas, como
contaminación del ecosistema y alteración de los factores y cadenas que aseguran
el funcionamiento de la biosfera. Este fenómeno, conocido genéricamente como
polución, hace referencia a las acciones humanas o efectos derivados de ellas
que terminan destruyendo las condiciones indispensables para la existencia de
la vida. La polución es un valor límite que se ha ido descubriendo por sus
efectos negativos y que señala el punto a partir del cual las aguas, el aire,
el suelo o los alimentos, se tornan inhóspitos para la reproducción de las
cadenas vitales. Por otro lado, la reflexión sobre el medio ambiente se nos
revela como parte de una crisis de la racionalidad humana, señalando los
límites de las ¡deas de desarrollo y progreso, así como el fin del optimismo
que propugnaba la confianza ciega en las bondades de la ciencia y la
tecnología. Lo que inicial-mente se presentó como simple contaminación del medio
ambiente en sus constituyentes físico-químicos, vino a revelar de contragolpe
una crisis del pensamiento occidental, de nuestras categorías valorativas y
del mundo de nuestras relaciones interpersonales.
La racionalidad
ilustrada, que se había concedido a sí misma las características de autónoma e
infinita, ha tenido que reconocerse dependiente y limitada. Este descubrimiento
genera una fractura en la imagen que el ser humano tiene de sí mismo, siendo
por tanto motivo de lamentos y extravíos. Si bien es explicable que se produzcan
trastornos culturales al vernos obligados los seres humanos a introducir
cambios acelerados en nuestros patrones de vida y sistemas de creencias, no
pensamos que la salvación esté en defender a capa y espada una cierta identidad
cultural y biológica o en regresar a claves simbólicas perdidas en la noche de
los tiempos, cuyo abandono y transgresión pueden ubicarse como causa directa
de nuestros males. Vivimos un período de transición cuya singularidad no puede
quedar atrapada en reminiscencias pastoriles que siguen perpetuando la miseria
del patriarcado. ¿Qué es entonces lo peculiar del enfoque ecológico? ¿Será
acaso mirar al ser humano y la naturaleza como un todo? ¿O reeditar viejos
principios de la cultura cuyas prescripciones jamás debieron ser violadas? ¿No
será propender por una ética de la responsabilidad personal que tenga como marco
filosófico una reivindicación del ser frente al tener? ¿O mirar a la persona,
la naturaleza viviente y los ciclos cosmológicos, como fenómenos sometidos a
leyes soberanas, a cuyo dictado la soberbia humana no se ha querido someter?
¿Será acaso la aclimatación de un renacimiento religioso que asigna nuevos
lugares al deseo y al valor, alimentándose de antiguas cosmogonías orientales e
indoamericanas? ¿O, como sugiere el noruego Arne Naess, pasar de una ecología
superficial a una ecología profunda, semejante a una biocibernética propicia
para convertirse en una nueva cosmovisión del hombre occidental?
Necesidad de una
ecosofía
Parece ser una
constante de la intelección humana su énfasis en nombrar y conceptualizar lo
ausente, convirtiendo en objeto de pensamiento aquello que hemos perdido. Por
haber constatado que no éramos soberanos ni autónomos, que nuestra acción es
limitada y finita la razón, el mundo contemporáneo ha logrado poner sobre el
tapete los temas del medio ambiente y la interdependencia ecológica.
Hasta el presente
los ecosistemas artificiales humanos se han construido, dentro de la tradición
occidental, en oposición a los ecosistemas naturales, confrontación que alcanzó
un punto límite al considerarse que los fenómenos humanos, y en especial la
voluntad, gozaban de un estatuto por completo diferente a las leyes de la
naturaleza. Fue esta concepción la que tipificó aquella conocida oposición
entre naturaleza y cultura. Hoy la voluntad y la autonomía, otrora facultades
soberanas de la conciencia, aparecen vulneradas. No son más que un espejismo
de arrogancia. En lugar de oponerse al mundo que nos rodea, la conciencia, el
pensamiento y la cultura, se nos revelan como micromundos inscritos dentro de
un ecosistema natural mucho más amplio, con el cual están en constante
interdependencia.
"Yo he sido
cauchero; yo soy cauchero; y lo que hizo mi mano contra los árboles puede
hacerlo también contra los hombres", escribió con pesadumbre José Eustasio
Rivera en La Vorágine, recordando que la destrucción de la naturaleza es
la otra cara de lo que sucede al interior de las relaciones humanas. La
exigencia de productividad a ultranza que caracteriza al capitalismo
contemporáneo se aplica también, con igual fuerza y violencia, a la vida
interpersonal. El mismo modelo de pensamiento que produce la destrucción de la
naturaleza, que atenta contra la variabilidad de las especies y contamina
nuestras fuentes nutricias, es causante de una amplia gama de violencias
interhumanas, desde aquellas violencias con sangre que tienen su más cabal
expresión en el genocidio y la guerra, hasta las más sutiles violencias
psicológicas o violencias sin sangre que se despliegan en la intimidad.
Por eso es
necesario avanzar en la desarticulación de las compulsiones culturales ligadas
al ecocidio, cadenas de repetitividad que a la vez que nos confieren identidad
nos condenan al desastre. Han quedado en cuestión tanto el criterio de
productividad a ultranza como la racionalidad capitalista que toma por única
bandera el crecimiento económico. Seguir separando competencias entre una
racionalidad instrumental, destinada al dominio de las cosas, y una ética
interhumana, orientada hacia las personas, es favorecer una disociación
peligrosa, pues finalmente, quien manipula y violenta a la naturaleza termina
también destruyendo al mundo interhumano.
Siendo la
economía y la política ecosistemas culturales cuya racionalidad ha sido
afectada por la crisis, es indudable que el discurso ecológico no puede ser
algo distinto a una ética de la acción humana que involucra, en conjunto,
tanto a los seres vivientes como al planeta tierra. Su esfera de acción son los
sistemas simbólicos, valorativos y estéticos, que constituyen y reglamentan la
vida cotidiana de las personas, modulando tanto los juegos de poder como el
ejercicio técnico y productivo que realizamos sobre la naturaleza.
Creemos, por eso,
en la necesidad de abrirnos a una ecosofía, sabiduría de las
interacciones cotidianas que es a la vez ética y estética, intelectual y sensorial,
técnica y política, contextual y singular. Sabiduría —o sofía. como
dirían los griegos—, que definiera muy bien Aristóteles en su Etica a
Nicómaco como una capacidad para encontrar la ocasión propicia - kairos
- para la acción, siendo capaces, además, de actuar siempre según una
lógica del justo medio. Sabiduría que integra el saber de la naturaleza con
el saber de la cultura, a fin de regular las interacciones humanas y nuestros
ejercicios de poder. Sabiduría que tiene como eje central la defensa de la
irrepetible singularidad de los seres vivos y el cuidado de sus redes de
interdependencia.
Sabiduría
ambiental
Podría parecer
excesivo exigirle a un ciudadano contemporáneo buscar con ahínco la sabiduría,
porque hoy nos conformamos con menos. Basta con poseer un poco de información,
utilizable según las certeras reglas del cálculo, para creer que bordeamos los
límites de la realización profesional. La ambición ha sido reemplazada por la
codicia. Ya no deseamos un nuevo horizonte; nos basta una nueva cuenta
bancaria.
Haber extendido
el campo de lo contable a costa de arrasar el mundo de lo sensible, conduce a
una ceguera existencial que tiene como efectos secundarios analfabetismo
emocional, torpeza y sufrimiento. No obstante saber de las operaciones básicas
—sumar, restar, multiplicar y dividir— y ser capaces de funcionar según el lenguaje
binario que resume la vida en oposiciones irreductibles —blanco o negro,
positivo o negativo—, no podemos negar que algo fundamental se nos escapa.
Algo que otras generaciones o culturas han considerado de central importancia,
llamándolo "tacto", prudencia o sabiduría. Términos propicios para
evocar un saber ambiental que nos permite movernos entre las contradicciones
sin terminar aplastados por ellas, como el velero que en medio del mar
canaliza en su provecho la fuerza desatada de vientos peligrosos y encontrados.
Mientras la
información prescinde de los afectos, la sabiduría sabe cruzar con habilidad
datos y sentimientos. Saber contextual y apasionado, conocimiento aterrizado
donde lo abstracto y lo anecdótico se integran de cara siempre al mundo de lo
sensible, la sabiduría es un conocimiento propio de la vida cotidiana que
integra la ética y la estética, haciéndolas solidarias de la ciencia y la política.
Saber que integra el chisme al razonamiento, y el humor a la pedagogía.
Dimensión de esa
epistemología de lo local en que pusiera sus mejores esperanzas Gregory
Bateson, la educación ambiental se presenta como educación contextual y
coloquial, tierna y sensible, que sabe resquebrajar la rígida dinámica del
aula sin perder por eso la pasión por el saber exacto ni el ejercicio crítico
y distintivo del conocimiento.
De espaldas a la
sabiduría, la escuela tradicional parece haber pactado con el monocultivo. Lo
importante en ella es la uniformidad y no la diversidad, por lo que el
estudiante se torna incapaz de responder a lo azaroso, a lo caótico y
relacional de un bosque, una calle, un centro comercial o un encuentro
amoroso. Preparado para atender sólo a la voz del profesor en el espacio
artificial del aula, el pupilo se muestra incapaz para aprender y decidir de
cara a la interacción y al riesgo, a ese juego de retos y atracciones que es la
vida diaria.
Como nos ha
enseñado Gustavo Wilches-Chaux, la ecosofía exige apasionamiento para
relacionar lo conocido con lo desconocido, de igual manera que para el
enamorado un nuevo objeto adquiere significado cuando logra traerle mensajes
de su amada, y humor para relativizar lo ya explicado y conquistado,
vacunándonos contra la rigidez y el dogmatismo al reconocer una verdad incompleta
que busca un nuevo encuadre, un nuevo horizonte para relacionarse y
confrontarse.
Relacionar y
relativizar son los componentes básicos de una experimentación vital que abona
el terreno del espíritu para tomar decisiones sobre la calidad ambiental de
nuestros ecosistemas. Calidad ambiental que debe extenderse, además, a nuestro
mundo interpersonal, afectado de tal manera por el eficientismo y la
funcionalización, que hemos caído en un analfabetismo sensorial y afectivo que
nos impide avanzar hacia los horizontes de una sana convivencia.
Sin desconocer el
deseo analítico de precisión, que no quiere confundirse con la
instrumentalización utilitaria y burda, la educación ambiental adquiere los
visos de una exploración empírica de la vida que sabe respetar lo misterioso y
sagrado que en ella se alberga. La ecosofía es un nuevo ritual que aspira, con
pleno derecho, a la condición de gramática vivencial, que se esmera en el
cuidado de la singularidad, a la vez que fomenta las redes de
interdependencia.
Segunda Parte
Crisis de la racionalidad occidental
Desterritorialización masiva
Más que la
búsqueda de viejas armonías, o la defensa empecinada de la estabilidad en un
planeta donde el 98% de las especies que nos han precedido en la historia
evolutiva se encuentran desaparecidas, lo que se incuba con la reflexión
ecológica es una nueva forma de racionalidad, surgida de una experiencia de
finitud que experimenta conmocionada una cultura que había pensado no tener
ningún límite.
Las creencias y
comportamientos que nos han conducido a la actual encrucijada, se
constituyeron desde sus orígenes bajo la tutela simbólica de una cultura del desarraigo
y el destierro. Los pueblos no occidentales, bien sea los mesopotámicos o
europeos, antes de la instauración del Imperio de Occidente, o las sociedades
exóticas con las que nuestra civilización ha entrado en contacto durante los
últimos siglos, se han caracterizado por estar férreamente ligados a la tierra,
a la geografía que los abriga, la que adquiere con sus contornos geológicos o
su riqueza animal y vegetal un importante papel en sus mitos, ritos y
tradiciones. Los dioses están vinculados a la tierra, la fauna y la geografía,
impidiéndose una disociación entre naturaleza y cultura. La vida de los seres
humanos se encuentra estrechamente ligada a la de los animales y los bosques,
entendiéndose que la muerte de éstos representa también una amenaza para los
primeros. La cultura occidental, al contrario, se constituye con los
caracteres que le son propios al romper los pueblos sus relaciones matriciales
con el entorno, produciéndose una profunda vivencia de desarraigo.
Rotos los lazos
directos con el entorno geográfico, la naturaleza se convirtió en enemiga del
hombre, opositora que podía ser destruida, pues sus dioses tutelares no tenían
ya ningún poder para protegerla. Se favoreció la ilusión de la autonomía de la
cultura y de los individuos frente a la naturaleza y sus redes de dependencia,
declarándose el hombre soberano ante el cual las demás especies animales y
vegetales debían someterse. La autonomía, que en las antiguas mitologías
estaba reservada sólo a algunos dioses y era raramente concedida a los hombres,
a no ser en términos negativos, fue atribuida en nuestra cultura al ser humano,
de manera universal y genérica. Con ella, asumimos también toda la simbología
guerrera que la acompaña.
La palabra
espíritu, que antes del advenimiento de la cultura occidental señalaba la
irreductible peculiaridad de pueblos, vivencias y comunidades —recordar el pneuma
griego o la ruah hebrea—, se convirtió con el paso del tiempo en la
instancia opuesta a la naturaleza, desde la cual se justifica la depredación en
nombre de la voluntad soberana. Prima sobre la naturaleza una voluntad de dominio,
marco valorativo que exalta la actitud del conquistador que avasalla la
totalidad del planeta, destruyendo sin compasión las singularidades que se le
oponen.
Pero, más que un
interés heroico, lo que animó finalmente la cultura y la racionalidad
occidental fue un afán productivo. Los atributos del guerrero fueron transferidos
al empresario y, sin darnos cuenta, quedamos esclavizados por el efectivismo.
Movido por la necesidad de progreso, el hombre occidental encuentra una figura
predilecta en la acumulación monetaria y el incremento de la productividad, con
lo cual la naturaleza termina siendo vista como recurso a explotar, fuente de
riqueza que debe satisfacer sin límite las ambiciones empresariales. De la
afirmación de autonomía sólo quedó el temor a la dependencia y la actitud
arrogante de creernos por fuera de los ecosistemas y de la naturaleza. Lo otro
no fue más que esclavitud burocrática.
Como consecuencia
de la desterritorialización brusca y masiva —activa todavía en la migración del
campo a la ciudad y la conformación de grandes cordones de miseria en las urbes
del Tercer Mundo—, se generaliza una sensación de angustia y desarraigo que
encuentra válvula de escape en los afanes consumistas de estas masas flotantes,
a las que no se ofrece identidad diferente a la que venden empresarios y
publicistas. Con su ronda de ilusiones, la dinámica de mercado encuentra la
manera de capitalizar a su favor las necesidades de afirmación cultural y de
sentido de pertenencia, resquebrajados en una sociedad que ha desacralizado el
territorio, convirtiendo todo lo que llega a sus manos en valor contable,
objeto de transacción y consumo. De esta manera, la masificación y el fetichismo
de la mercancía pasan a reemplazar la ausencia de auténticos procesos de
singularización y de sólidos lazos de interdependencia.
La lógica
ecológica, pensada desde una perspectiva espacial y sensorial, exige en
consecuencia que se produzcan nuevas territorializaciones y se establezcan
redes flexibles de interdependencia, que por supuesto no serán una simple
imitación de las ya perdidas. Se trata de enfrentar el reto cultural de
construir un nuevo tipo de racionalidad y de subjetividad que, sin caer en idealizaciones
del pasado, ponga dique a las dificultades propias del modelo de desarrollo
que vivimos.
Sociedades
calientes
Todo problema
ecológico es, a la vez, un problema político y económico, como parece ser
válido para la realidad designada con la raíz griega oikos. La crisis
ecológica no es solamente una crisis de la cultura y de la racionalidad
vigentes. Es también una crisis del modelo socio-económico que ha terminado
por imperar en Occidente.
Claude
Levi-Strauss nos ha dado la clave para entender en parte la singularidad del
desarrollo occidental que conduce a los fenómenos de acumulación y explotación,
que subyacen a la problemática medio ambiental. El conocido etnólogo francés ha
distinguido entre dos tipos de sociedades humanas. Unas que podrían llamarse
frías, cuyo medio interno está próximo al cero de temperatura histórica, por lo
que se resisten a una modificación de su estructura, explotando el medio de
manera que garantizan a la vez un nivel de vida modesto y la protección de los
recursos naturales. Tales sociedades llevan una vida política fundada en el
consentimiento, sin admitir otras decisiones que las tomadas por unanimidad.
Otras sociedades, las llamadas calientes, aparecidas en diversos puntos del
mundo a la zaga de la revolución neolítica, utilizan como motor de la vida
colectiva separaciones diferenciales entre poder y oposición, mayoría y
minoría, explotadores y explotados. Esta solicitud sin tregua a la
diferenciación entre castas y clases, les permite extraer de sí mismas devenir
y energía, abriendo en su estructura un hiato para que pueda irrumpir la
historia.
Entre las
sociedades calientes sobresalen aquellas ciudades y estados que, en la cuenca
mediterránea y el Extremo Oriente, construyeron un tipo de convivencia donde
las separaciones diferenciales entre los hombres —dominantes unos, dominados
otros— podían ser utilizadas para producir cultura a un ritmo hasta entonces
desconocido e insospechado. De la experiencia acumulada en esas
ciudades-estado se alimentaría después la maquinaria burocrática y militar del
Imperio Romano, nuestro ancestro directo.
Aunque sus
pilares se sentaron en la antigüedad tardía, la cosmovisión que nos condujo al
desastre ecológico alcanzó su punto culminante con el advenimiento del modo de
producción capitalista y la revolución industrial. Se acentuó entonces hasta
extremos inconcebibles la oposición entre el campo y la ciudad, dándose las
condiciones para una explotación intensiva de los ecosistemas creados por el
hombre, con extracción acelerada de materias primas, constitución del mercado
mundial y productividad a gran escala.
La empresa
tecnológica y científica de Occidente que dio soporte conceptual e instrumental
a la revolución capitalista, fue abanderada por el filósofo inglés Francis
Bacon, quien a comienzos del siglo XVII apadrina la racionalidad del capitalismo naciente,
argumentando su planteamiento a partir de una curiosa interpretación del relato
bíblico de la creación, según la cual, por designio divino, el hombre es amo absoluto
de la naturaleza, siendo su destino dominarla. El "procread, multiplicaos
y henchid la tierra" (Gn 1, 27), sometiendo los peces del mar, las aves
del cielo y todo cuanto se mueve sobre el planeta, era para Bacon una especie
de mandato a los empresarios y mercaderes que debía cumplirse como si se
tratara de un celoso mandamiento.
Conquista:
neolítico abortado
Las empresas de
conquista europea que acompañaron los albores de la edad moderna, tendrían como
consecuencia extender los desastres ecológicos a los llamados países en vía de
desarrollo. En Latinoamérica, y de manera especial en la cuenca amazónica, la
intromisión de la cultura occidental condujo a lo que Augusto Ángel ha llamado
el neolítico tropical abortado. El gigantesco esfuerzo de adaptación realizado
durante miles de años por el hombre americano, fue cortado de raíz por la
conquista europea, siendo reemplazadas sus formas organizativas por un modelo
de saqueo y dependencia externa, que no dio ninguna importancia a las culturas
indígenas como formas exitosas de adaptación al medio tropical.
Durante siglos,
los indígenas amazónicos habían mantenido y perfeccionado prácticas agrícolas
que recurrían a la variedad genética disponible en el área para mantener una
adecuada provisión alimentaria, no obstante los obstáculos que se presentaban
para el cultivo sostenido, por la diversidad climática y ecológica de la zona.
A pesar de la
crisis sufrida por el encuentro de las dos culturas, se sabe de comunidades
como los Desana, que todavía en la actualidad manejan cerca de 40 variedades de
yuca utilizables en diferentes medios de cultivo, y de otras etnias que han
logrado, mediante cuidadosa selección de caracteres, un mejoramiento en el
tamaño y productividad de los frutales. Es ya legendaria, por demás, la
riqueza en plantas biodinámicas, integradas muchas de ellas a las prácticas
rituales y curativas de los indígenas de la región. Al ser roto su sistema de
vida por un nuevo modelo productivo que no tiene en cuenta la singularidad
biológica de la zona, se dan las condiciones para que estas tierras se vean
amenazadas por la deforestación masiva, la erosión y la desertificación.
La crisis
ecológica es la suma de muchos fracasos de nuestra cultura que, al declararse
autónoma respecto a la naturaleza, empezó a chocar con las limitaciones que le
imponen sus propias cadenas de dependencia, ahora violentadas y rotas. La
salida no puede ser un regreso al neolítico ni una idealización del indígena
amazónico. De lo que se trata es de entender que si bien la alteración del
equilibrio ecológico y la transgresión de las leyes biológicas parecen ser
acompañantes ineludibles de la historia humana, es necesario pensar en la
manera de reintegrar la cultura a la naturaleza, y la economía a la ecología,
corrigiendo a tiempo los efectos indeseables que pueda tener la acción humana.
No se trata de
expulsar al ser humano de santuarios naturales reservados para la contemplación
bucólica, sino de articular competencias, sin caer en el error de abrirnos sin limitaciones
a una economía cuyo único interés parece ser la maximización de la ganancia con
el mínimo de inversión, concibiendo los problemas ambientales como una
consecuencia inevitable del desarrollo. Articular un ecosistema singular a una
cultura, no tiene por qué implicar la mutilación de una realidad vital en
beneficio de otra; admitiendo que ambas se transforman en el intercambio, de lo
que se trata es de enriquecerlas mutuamente, haciendo posible su coexistencia.
Límites de la
acción técnica
Las fallas
implícitas en la unidireccionalidad de la racionalidad operatoria y en la
linealización de la actividad humana pensada por objetivos rentables e
inmediatos, quedaron claras hace más de cien años a raíz del episodio suscitado
entre los cultivadores de caña de Jamaica, reafirmándose en el siglo XX con el suceso
bastante conocido de contaminación mundial por el DDT.
En 1872 fue
llevada a la isla caribeña la mangosta para acabar con los roedores que
diezmaban, las cosechas, pero una vez que éstos fueron aniquilados, aparecieron
nubes de insectos portadores de nuevas plagas, que pululaban al haber
desaparecido el control natural que sobre ellos realizaban los animales
exterminados. Este fenómeno, que para entonces quedaba limitado solamente a la
esfera biológica, tomó dimensiones alarmantes cuando comprometió, en el siglo XX, a la industria
química que se extiende por doquier en la sociedad contemporánea.
La alarma se
generalizó después de la victoria obtenida con el DDT para controlar, durante
la Segunda Guerra Mundial, enfermedades como el tifo y la peste, al aplicar a
la ropa de los soldados sustancias del grupo de los cloruros orgánicos con las
que se eliminaban pulgas y piojos, insectos transmisores de las temidas enfermedades.
Después del éxito obtenido durante la guerra, el uso de pesticidas químicos se
extendió a la agricultura y a otros insectos transmisores de enfermedades como
el paludismo, llegando a pensarse que la industria química había dado a la
humanidad los medios para liberarse de algunos de sus más viejos enemigos.
No tardaron, sin
embargo, en aparecer los efectos indeseables. Mucho más compleja de lo que el
hombre había imaginado, la naturaleza evidenciaba lo limitado de la previsión
humana. Las nuevas sustancias no sólo acabaron con insectos dañinos sino
también con depredadores y parásitos que ayudaban a controlar las plagas.
Peces, aves y mamíferos, y en general todo ser viviente que se pusiera en
contacto con ellas, podía ser dañado. Se descubrió además que insecticidas como
el DDT eran virtualmente indestructibles. Se acumulaban cada vez más sobre la
tierra y el agua, o en los tejidos animales, continuando su acción devastadora
con eficacia inalterable. Las aves que se alimentaban de insectos o peces
fueron las primeras en resultar envenenadas, ya que el DDT afectaba su
reproducción, apareciendo sus huevos con cascaras excesivamente delgadas o
carentes de ellas. En aguas continentales y costeras la pesca resultó afectada
al comprobarse que los peces contenían DDT en cantidades peligrosas para la
salud humana. Lo que se había tomado como bendición adquirió las características
de calamidad, quedando claro que los productos de la industria química, al ser
introducidos en la biosfera, ponían en peligro el intrincado funcionamiento de
las comunidades de animales y plantas, sin que el hombre, que los había
fabricado, quedara exento de sus efectos. La racionalidad tecnológica y
teleológica mostraba así sus debilidades, abriendo paso a un modelo de
causalidad recíproca que se oponía tanto a la metafísica tradicional como al
materialismo vulgar, absortos ambos en la absolutización de una causalidad
unidireccional.
Ecología de la
resíngularízación
El propósito
central de una propuesta ecológica reside, según una hermosa expresión de
Michel Serres, en firmar un nuevo pacto con el mundo, poniendo en práctica un
derecho que haga resistencia a la violencia automantenida, que marque límites a
la acción humana sin caer en reglamentaciones totalitarias, ni desconocer las
variaciones que florecen alrededor de las fronteras. Un derecho abierto a la
topología de lo flexible que, como anunciara Félix Guattari, favorezca la
emergencia de prácticas innovadoras de recomposición de las subjetividades
individuales y colectivas. Sólo las fuerzas de singularización pueden
enriquecer los ecosistemas y potenciar su existencia. De allí la necesidad de
recuperar sujetos o realidades singulares que han quedado atrapadas en la
serialización, inventando para ello, si fuese necesario, nuevos contratos de
ciudadanía.
En un mundo en
que las redes de parentesco tienden a reducirse al mínimo y la vida doméstica
aparece inundada por las ofertas consumistas de los medios masivos de
comunicación, la ecosofía adquiere el carácter de derrotero vital para impulsar
nuevas formas de sensibilidad e inteligencia, capaces de incidir con lucidez en
la vertiginosa dinámica del mercado mundial de los bienes y deseos. Teniendo
como égida ético-estética el simultáneo fomento de la singularidad y cuidado de
la interdependencia, la ecosofía recurre a una lógica intensiva preocupada
por localizar vectores de singularización, para rodearlos de un territorio
existencial donde sea posible aclimatar valores que nos protejan de la
avalancha consumista.
La lógica
ecológica es pre-objetal y relacional, porque incluye en sus análisis de manera
simultánea al sujeto y al territorio. Ecología que se muestra atenta tanto a
los signos y a las ideas, como a las redes interhumanas y a los terrenos por
donde los seres vivos se desplazan, sin descuidar la creación de nuevos
conceptos que den cuenta de estas modalidades singulares y abiertas de
autorreferencia existencial. Abordaje que permite apreciar las actividades
humanas y las finalidades del trabajo en función de criterios diferentes a los
del rendimiento y el beneficio mercantil inmediato. Proceso de heterogénesis,
ecología de la resingularización que encuentra soporte en algunas cosmovisones
de la América precolombiana que sobrevivieron al ecocidio de la conquista.
En las culturas
amazónicas el chamán es, como dice Gerardo Reichel-Dolmatoff, un ecólogo
consciente y eficiente, atento a los parajes liminares que separan y articulan
a los ecosistemas. Para eso tiene en cuenta el color de las flores y las
mariposas, el olor de las maderas, la transparencia de las aguas y las
diferencias de temperatura. Perspectiva mucho más fina y singularizadora que
la utilizada en nuestra cultura para el cálculo de los requerimientos o gastos
energéticos en la ecología de poblaciones.
El término Desana
para designar el ecosistema — kadoaro— puede ser traducido como
"lugar de resonancia". La singularidad —lo que está allí, lo que está
dado—, rebota y resuena en un espacio cruzado por una intensidad propia,
única, que se expresa en la tonalidad de la vegetación, la intensidad de los
sonidos y los olores, la luminosidad y la temperatura. Como dice Guilles
Deleuze, lo propio de la singularidad es resonar hasta constituirse en
ritornelo, en fuerza de enunciación que es a la vez profundidad y proyección,
signo de lo propio y apertura a la diferencia.
Para los
indígenas americanos la conservación del medio ambiente tiene un profundo
sentido ético, actualizando en las situaciones de crisis mensajes que
advierten contra el exceso y les invitan a ponderar sus acciones. La suya es
una economía anti-excedente que se levanta contra el abuso y la explotación en
todas sus formas. Alrededor de la singularidad y el ecosistema, las simbologías
amerindias y las actuales propuestas ecosóficas levantan un espacio tabú, un
territorio sacralizado que exige del intruso delicadeza y apertura mental para
captar las fuerzas que allí habitan y cuyo desconocimiento puede generar
destrucción y muerte. Dinámica cognitiva que nos obliga a integrar los más
amplios rasgos del pensamiento abstracto con las pautas sintetizadoras, éticas
y ecosóficas, capaces de orientar la acción diaria.
Tercera Parte
Ecosistema y libertad humana
El sistema
acentrado
Un ecosistema
funciona de manera muy distinta al comportamiento programado de los seres
humanos, pues a diferencia de éstos no cuenta con un aparato central que vigile
y prevenga los desequilibrios. A falta de un sistema de control jerárquico, se
beneficia de un sistema de causalidad retroactiva que encadena, a manera de
bucles, cada uno de los efectos producidos por las singularidades que lo
componen.
Para entender el
ecosistema es necesario separarnos de la idea simplista de organismo como
maquinaria de relojería que centraliza por sí mismo su constancia y regulación,
protegiéndose de las inestabilidades provenientes del exterior. Dentro del
ecosistema no existe centro director ni memoria que sirva de patrón constante
a una función de monitoría. La lógica del ecosistema parece ser una lógica
acentrada, por completo diferente a la lógica artificial de las máquinas
producidas por el ser humano y a la manera de funcionar de los
organismos burocráticos. No hay en los ecosistemas unidad originaria que se
preocupe por integrar las diferencias, ni dispositivo que luche por asegurar
su permanencia. Lo que nos revela el ecosistema es el funcionamiento de una
vida sin memoria centralizada, sin programa previo, sujeta a fenómenos de
campo donde cada nuevo suceso produce un reacomodo de los
puntos de equilibrio a partir de un fino juego de superficies.
Illya Prigogine
ha mostrado cómo los fenómenos vivientes están constituidos a partir de estructuras
dísipativas propiciadoras de lo que él llama orden por fluctuación, propuesta
que retoma la sugerencia de Claude Bernard de considerar la vida como una estabilidad
inestable. Como las estructuras vivientes son creadas y mantenidas gracias a
los intercambios con el mundo exterior en condiciones de no equilibrio, están
siempre abiertas a la formación de modalidades cooperativas nuevas. El no
equilibrio funciona como una coacción exterior, constatándose que una
estructura nueva sólo nace después de una inestabilidad del sistema, apareciendo
un nuevo orden que corresponde, esencialmente, a una fluctuación gigante,
estabilizada de manera transitoria por efecto de intercambios termodinámicos
con el mundo exterior.
La estructura
disipativa es producto de un estado de no equilibrio que recoge pequeñas
corrientes de convección que transportan energía calorífica a la manera de
fluctuaciones, llegando por momentos a adquirir tal amplificación que dan lugar
a estados macroscópicos más organizados. El equilibrio termodinámico ideal, caracterizado
por la homogeneidad, sólo es posible en sistemas cerrados, lejanos del entorno
vital donde priman los fenómenos de oscilación propios de los ecosistemas. La
vida es un sistema abierto, cuyos articuladores de control consisten en
dispositivos no lineales de activación, inhibición y autocatálisis, que
aseguran el aporte de requerimientos termodinámicos en condiciones de no equilibrio.
Conjunto de oscilaciones mantenidas que han formado sus códigos bioquímicos y
genéticos a partir de una sucesión de inestabilidades.
Entendida de esta
manera, la única ley que podemos afirmar como necesaria para la vida es la
existencia de una inestabilidad básica en el medio. En lugar de estar
centralizado por un comando jerárquico, por un monitor capital, las directrices
del ecosistema emanan a la vez de todas partes, constituyendo como producto una
trama con abundantes agujeros negros, zonas de ruido, ambigüedad e
incertidumbre, red comunicativa muy distinta a la que necesita un jefe para
transmitir órdenes a sus subordinados. El ecosistema es un típico sistema
acentrado, acéfalo, que en ausencia de comando unificado ostenta muchos
centros y focos de poligenesia.
Por tal motivo,
la coexistencia de una diversidad no planificada es la auténtica riqueza del
ecosistema, modelo siempre abierto, al borde de la destrucción, que encuentra
en la más variada conjunción de singularidades, salidas efectivas pero siempre
transitorias a sus exigencias de autorregulación.
Redes de vida o
cadenas de destrucción
Edgar Morin, en
su obra El Método: La Vida de la Vida, ha dicho que si existiera un plan
único, hace mucho la vida hubiera fracasado sobre la tierra. En la ausencia de
centro está la riqueza del fenómeno vital. En su diversidad, la condición
misma de su persistencia.
La creciente
complejidad de la vida es un fenómeno relacionado con la ausencia de un centro
organizador, como si el movimiento oscilatorio, propio de los fenómenos vitales
a escala molecular, terminara guiando también los acontecimientos dentro del
ecosistema. El autocentrismo de la acción humana —que obliga a reducir la
diversidad natural de las especies a variedades domesticadas para lograr, a
través de la homogeneización de las condiciones productivas, el máximo
rendimiento en la acción transformadora—, parece chocar frontalmente con el
acentrismo y variabilidad de la naturaleza. Los ecosistemas artificiales
humanos, actuando con una lógica propia de las máquinas, se guían con el
criterio de provecho máximo e inmediato, por lo que requieren de gran
centralización, especialización y señalización de la producción, con la
consecuente destrucción de la diversidad, nudo gordiano de la problemática
ecológica.
El pensamiento
ecológico se revela como enemigo acérrimo del pensamiento tecnológico, que
actúa por objetivos aislados y rentables a corto plazo, por ser este último un
modelo cognitivo que se sustenta en la visión de una razón autónoma que
funciona teniendo como aval un conjunto de causalidades unidireccionales. He
aquí, por eso, el más preciado conocimiento derivado del pensamiento ecológico:
el ambiente no es más que un conjunto de medios, de causalidades retroactivas
que, dependiendo de la dirección que se les imponga, dan lugar, bien a redes de
vida o a cadenas de destrucción.
En el plano de la
vida humana, convertida en un ecosistema cruzado por ideas, valores y
símbolos, esta posibilidad de creciente bifurcación se articula de manera
plena y sutil a la dinámica de la libertad. La problemática ecológica, para un
ser que tiene conciencia de sus interacciones y que puede modificarlas a
partir de modelos previamente diseñados, se convierte necesariamente en ¡a problemática
de la elección. La libertad es esa posibilidad de interactuar con el azar
reconstruyendo, si es necesario, nuestros sistemas simbólicos, a fin de dar
posibilidad a una plena emergencia de la singularidad.
De esta manera,
los ejes de interdependencia y singularidad, presentes en el funcionamiento de
todo ecosistema, adquieren una nueva dimensión al ser elaborados y abordados
en un plano cultural, con la doble posibilidad de favorecer la dinámica
ecológica o convertirse en factores ecocidas.
Orden y desorden
en el ecosistema
Rastreando hasta
sus orígenes la estela de la libertad, encontramos en la dinámica del universo
los primordios, los ancestros de esta facultad humana, hallazgo que nos permite
asegurar su profundo parentesco con la dinámica natural, al constatar la
relación que existe entre libertad y entropía.
En física
hablamos de grados de libertad para referirnos a la tendencia que tiene la
materia hacia la entropía. La ley de la entropía, enunciada por investigadores
del siglo XIX y
ampliamente estudiada en el presente, establece que
los cuerpos o partículas del universo tienden a un mínimo nivel
de organización, o, en otras palabras, a un máximo grado de dispersión y desorden.
En contraposición
a esta cualidad de la materia inerte, se ha observado que la materia viva busca
su punto de equilibrio, no en la dispersión, sino en la creciente organización,
lo que explica la jerarquización de los seres vivos y su tendencia a la
especialización. La planta toma su energía del sol y sirve de alimento a los
animales hervíboros, los que a su vez se convierten en ración de algunos
carnívoros y del hombre. Configúrase en el mundo viviente una escala de
predadores, que contribuye también al equilibrio ecológico.
Es corriente
decir que donde hay vida hallamos un factor centralizador que pugna por lograr,
para la materia, una cualidad superior. Al pensar así, minimizamos el papel de
muchos seres vivientes que cumplen un papel fundamental dentro del ecosistema,
sin que podamos decir que se encuentre en ellos esa tensión por la acumulación.
Tal es el caso de los detritófagos, organismos reductores que se alimentan de
tejidos muertos, favoreciendo la descomposición de los materiales orgánicos.
No obstante la función vital que desempeñan al interior de los ecosistemas, su
elevado número y el papel imprescindible que juegan como eslabones de diversas
estructuras tróficas, es frecuente que se omita su mención en las pirámides
ecológicas, asunto relacionado con un problema de representación mental, pues
estas formas parásitas invierten y agujerean la pirámide en todos los niveles,
imposibilitando la fluidez de un pensamiento progresivo y ascendente,
convirtiendo en un fenómeno trabecular, rizomático o de superficie, lo que se
quiere concebir como estructura piramidal.
Pero es sabido
que el papel de los organismos reductores es fundamental para comprender la
biotermodinámica del ecosistema y el papel fertilizante del suelo, elementos
imprescindibles para el mantenimiento de la vida vegetal y animal. Los
protozoarios, hongos, bacterias, insectos y miles de animalitos que hacen
parte de la vida en la tierra, dan la impresión de constituir una fina red o,
como algunos la han llamado, una placenta de vida que puede penetrar más de
treinta metros de profundidad, surcando la corteza terrestre con pasadizos,
cuevas, túneles y nidos subterráneos, desarrollando una actividad tan intensa
que algunos la han comparado con la que adelantarían, para una extensión de una
hectárea, 28.000 personas trabajando y viviendo en el mismo terreno de manera
permanente. Estos seres diminutos, que no caben en el lenguaje ascendente de la
vectorialización —pues son siempre horizontales y refractarios a cualquier
jerarquía—, aseguran la presencia de miles de kilos de materia orgánica y de
kilocalorías que permiten a la tierra adquirir la fertilidad requerida. Los
descomponedores aseguran la disponibilidad de materia orgánica en un
movimiento fascinante, imperceptible a simple vista, sin el cual sería
imposible la diversidad y estabilidad del ecosistema.
El modelo
detritófago no es, en ningún caso, residuo de existencias primitivas que
hostigan o complican la vida de organismos más desarrollados. Creemos que la
acción humana podría representarse mejor desde esta perspectiva, que con la
escenificación ascendente y progresiva con que se la ha visto hasta el
presente. Igual que los detritófagos, somos modificadores permanentes del
entorno que sólo podemos usar restos de los demás seres del ecosistema, los que
debemos transformar para integrarnos de manera plena a las cadenas vivientes.
Una reciente teoría muestra al respecto que en sus orígenes los seres humanos
no fuimos cazadores sino carroñeros, actitud necrófaga que en muchos aspectos
persiste hasta el presente. Desde la dinámica del detritófago podrían
explicarse muchas de las funciones humanas, pudiendo resaltarse las de
alimentación y asimilación, sin descartar que procesos considerados superiores,
como la reflexión y el pensamiento, responden más a este modelo que a las
hipotéticas y esquemáticas pirámides alimenticias. Incluso, nos atrevemos a
sugerir, que si en vez de pensarse como existencia autónoma el ser humano se
pensara como detritófago, sus relaciones con el ecosistema serían mucho más
ponderadas y enriquecedoras de lo que son en el presente. En nuestro nivel
somos detritófagos de la cultura, de la escritura y los valores, residiendo en
esta elaboración de lo muerto y de la muerte gran parte de nuestra singularidad
como especie.
Entropía y
neguentropía
Para quienes sólo
ven en el ecosistema escalas de jerarquización, la vida se ha definido también
como negación de la entropía. Pero no todo en la vida es orden. Si tal
aconteciera, nos limitaríamos a una eterna repetición, a un movimiento
circular, a una reproducción en serie que aseguraría la permanencia mas no el
cambio. En la vida existe y es necesario el desorden. Sólo porque el azar hace
parte de la constitución biológica se explica la mutabilidad genética en que se
sustenta la evolución, y sólo porque existen individuos que divergen de las
normas imperantes se pueden ofrecer, de tanto en tanto, caminos alternos al
redil que en momentos de crisis resultan salvadores. La vida no es solamente neguentropía.
Es, ante todo, una admirable combinación de ésta con la entropía, una
imbricación de orden y desorden, una conjunción de la predictibilidad y el
azar. Es a esta dualidad a la que deben los seres vivos su avance y progreso:
una y otra hacen parte constituyente del fenómeno biológico y, faltando alguna
de ellas, se hace imposible su existencia.
Ninguna célula,
ninguna especie, a pesar de sus complejos mecanismos de control, está segura de
qué va a suceder mañana, de lo que acontecerá en el próximo minuto. Aunque
dediquen ingentes esfuerzos a evitar los cambios azarosos y asegurar la
permanencia, desde la retaguardia los seres vivos son impulsados a un avance
forzoso que les impide detenerse, pues la fotosíntesis, fenómeno básico del
mundo viviente, trae a cada instante nueva vida a un mundo ya ocupado,
obligando a los sedentarios, a los cansados, a los que consideran acabada la
jornada, a levantarse y jugar nuevamente en los riesgos del azar el terreno que
consideraban conquistado. El sol es un gran foco de entropía del que se nutre
constantemente la neguentropía, fuelle que atiza sin descanso al crisol donde
se cuece la vida, impidiendo que, atrapado en la seguridad que da lo conocido,
el fenómeno vital llegue a detenerse.
La vida se nutre
de la muerte, de la desintegración del sol, de la descomposición de los
organismos que perecen. Estas formas de entropía, incorporadas al ser que
crece, inducen en él oleadas de desorden que lo obligan a la contrastación, al
abandono de controles inútiles, proporcionándole al final una ganancia en
simplificación y eficiencia. La irrupción de la entropía dentro de la neguentropía,
a la vez que constituye una fuerza que asegura el avance, representa también un
riesgo para la seguridad individual, riesgo del crecimiento al que se enfrentan
a diario los seres vivientes de todas las latitudes de la tierra. La entropía
es la muerte y al integrarla a la esencia de la vida, reconocemos algo que nos
enseña la existencia cotidiana: solamente vive quien está dispuesto a morir
muchas veces.
libertad y
entropía
En la mente
humana, en donde se reproduce en gran medida la funcionalidad biológica,
encontramos también la dualidad: la tendencia neguentrópica manifiesta en la
organización perceptual, la memoria, la atención y el pensamiento abstracto, y
la tendencia entrópica expresada en la curiosidad, la exploración, el juego,
el placer erótico y la fantasía. La primera, responsable en el ser humano de
elevados procesos cognoscitivos a que ha llegado nuestra especie, se acompaña
en la esfera emocional de una sensación de seguridad, producto del dominio y
control que logra el individuo sobre el medio circundante. La segunda,
inductora de movilidad y creación, se acompaña en el sujeto de una sensación
de goce al permitir que éste se diluya en los sentidos, abriendo nuevas
posibilidades a su existencia y liberando energía sin el dique de la
direccionalidad.
En el deleite que
acompaña a la pérdida de control, parécenos ver un artificio de la naturaleza
que asegura la inevitabilidad del avance, al ligar la sensación de placer a las
rupturas entrópicas que están en la base de la creación. Negarse al
crecimiento, amañarse en la seguridad, implica para el ser humano renunciar al
deleite de la delicuescencia. Tal situación, contraventora de las leyes naturales,
se ha convertido en directriz de vida para gran parte de nuestros congéneres:
con inusitada frecuencia los seres humanos intentan encontrar placer, no en la
movilidad y la expansión, sino en la retención y el control. Es el placer de
los avaros y acaparadores, de los sedientos de poder que, con monótona
insistenca, se nos quieren imponer como modelo.
La exploración
del espacio, el juego y el goce erótico, son modelos de liberación entrópica
que llegan a expresarse en la plena movilidad de la conciencia. El ejercicio
de estas actividades disruptoras, carentes de utilidad inmediata, aseguran
durante la infancia y la adolescencia que el futuro adulto no pierda la
capacidad de jugar con símbolos y fantasías, condición sine qua non para
el ejercicio de la libertad. Los adultos autoritarios, constrictores de la
subjetividad, guardianes de la pulcritud y el orden, violentan de manera tan
sistemática al niño desde su nacimiento, que terminan despertando en él una
preocupación neurótica y desmesurada por su seguridad, inhabilitándolo para la
contemplación placentera de su propia conciencia y para la vivencia de la
fractura y el azar.
Incapaz de
abandonar las compulsiones, los férreos mecanismos de control que le inculcaron
en la infancia, teme el ser humano a la irrupción entrópica cual si fuese un
peligroso enemigo del que debe defenderse a toda costa. Son tan hondas las
huellas dejadas en el joven por la educación autoritaria y tanto el temor a
caer nuevamente en garras de la manipulación de aquellos a quienes ama, que la
entrega de cariño, la dilución afectiva y el goce sexual, quedan supeditados a
la búsqueda de seguridad y le dejan imposibilitado para jugar, capaz solamente
de participar en tensionantes competencias con reglas, vencedores y vencidos.
Como a nada se teme más que a la pérdida del control, el placer no se buscará
ya en la expansión sino en la contención y permanencia: fue a esta distorsión
de una necesidad vital, a esta búsqueda del placer en el orden y la repetición,
a lo que Sigmund Freud llamó pulsión de muerte.
No impunemente se
viola, sin embargo, una ley natural. Si la vida no se nutre de la muerte, la
muerte lo hace de la vida. La entropía no liberada, no utilizada para fomentar
el crecimiento, pone en jaque mate a los mecanismos de control que intentan
impedir su aparición, configurándose ese peculiar estado psíquico que
conocemos como neurosis. En la lucha desesperada por no perder la
guerra, el sujeto es invadido por la ansiedad y al no alcanzar la eficacia
buscada, se repetirán una y otra vez los mismos errores, cual vanos intentos
por encontrar la fórmula salvadora que no ha de llegar. El ser humano no puede
renunciar a la liberación entrópica sin menoscabar a la vez su funcionalidad
mental. Tal es el imperativo de la vida: para crecer hay que acceder al placer
que acompaña la ruptura del orden, el abandono de la segundad y a la emergencia
de la entropía.
Dinámica de la
libertad
Libertad es la
capacidad que tiene el ser humano de romper su orden simbólico y proponer nuevos
modelos de acción y pensamiento. La mente, al igual que lo afirmó Claude
Bernard para la vida, es también una estabilidad inestable: las estructuras
simbólicas que la conforman sufren periódicos cambios que aseguran un movimiento
creciente, hacia el cual tiende espontáneamente el individuo durante toda su
existencia. La libertad, esa ruptura que se da en el plano de la conciencia
permitiendo su singularización y ensanchamiento, no es un obsequio de
gobernantes dadivosos ni una preocupación de filósofos misántropos. El
ejercicio de la libertad es eje central de la existencia humana, pues, siendo
el instrumento que asegura el crecimiento de la conciencia, su utilización se
convierte en problema fundamental para cada individuo que existe sobre la tierra.
El ejercicio de la libertad se inicia en la subjetividad y se irradia a la acción,
al mundo externo, en un movimiento que requiere de la especie humana un alto
desarrollo psíquico y del individuo que la practica una gran profundidad de conciencia.
El ejercicio de
la libertad implica una pérdida transitoria de la seguridad que da lo conocido
y un adentrarnos en la inestabilidad y el azar.
Ejercer la
libertad es permitir los brotes anárquicos de la subjetividad, dándole cabida
al juego y la fantasía. Lo contrario, aplastar la curiosidad y la creatividad
para asegurarnos un refugio estable, es poner la vida al servicio de la
muerte, embalsamar nuestra vitalidad para no molestar a los quejumbrosos y
soñolientos que nos invitan a colgarnos, en plena juventud, de las paredes de
un museo. El individuo sano permite que las irrupciones entrópicas rompan
cuando sea necesario su organización simbólica, porque confía, como el ave
fénix, en resurgir poderoso de sus cenizas. Cuando el temor a perder la seguridad
no permite el avance y nos convertimos en nodrizas de nuestros temores, los
símbolos que conforman la conciencia no promueven ya su expansión, pues, moviéndose
en círculo vicioso, dilapidan en la repetición la energía destinada para el
progreso: tal es el cuadro que configura la enfermedad mental y la compulsión
ecocida.
Compulsión
ecocida
Se teme tanto al
ensanchamiento interior, a la convulsión que acompaña al crecimiento de la
conciencia, que ésta puede ser vivida con intensa angustia y considerársela
peligrosa e indeseable. El temor a la locura y a la partición, la resistencia a
abandonar antiguos referentes, la ciega adhesión a razones marchitas y el
aplastamiento de la fantasía, son formas de expresión de ese miedo a la
libertad que se ha convertido, para muchos seres, en razón de vida. Aferrados
al pasado, renuentes a avanzar y desbordar viejas fronteras, llevan a la
destrucción las fuerzas destinadas al crecimiento.
Repetitivo y
automático, absurdo y compulsivo, es un movimiento en círculo vicioso que
dilapida la vida que lo alienta, tal como lo ejemplificaron los griegos en el
mito de Sísifo o como lo señaló Sigmund Freud cuando habló de pulsión de
muerte. Observó tan frecuentemente el creador del psicoanálisis esta tendencia
a suplir el placer que da el avance, por la gratificación espuria que da la
repetición, que elevó dicha característica a la categoría de pulsión, señalando
con ello que existe en la constitución misma de la vida una fuerza que pugna
por el quietismo y busca oponerse a las otras que intentan progresar. La
libertad no es sólo el avance; es el paso hacia adelante que se da con dolor,
en contra de las fuerzas que tienden a glorificar el pasado y que nos invitan a
una vida segura y sedentaria. La libertad es ante todo la ruptura, el paso de
un estado a otro, el abandono de la seguridad y la conquista de lo
desconocido. Es por eso que la libertad se acompaña, como el nacimiento, de un
grito desgarrador.
La compulsión es
la rutina conductual que nos lleva a necesitar reiteradamente de un
comportamiento, símbolo u objeto, para obtener de él la seguridad y plenitud
que no hemos podido lograr en la relación interpersonal. Nacida del miedo a la
libertad y de la desconfianza en la gracia, la compulsión es un círculo vicioso
que dilapida en la repetición la energía destinada al crecimiento, por lo que
termina disolviendo los lazos que nos unen a las personas que pueden darnos
afecto y calor.
La compulsión es
un mecanismo muy extendido en nuestra sociedad y así como hablamos de adicción
a estimulantes del Sistema Nervioso Central, podemos hablar de adicción al
trabajo, al poder, al dinero, al estrés, o de compulsión por el éxito y la
eficiencia, sin que encontremos una diferencia fundamental entre los mecanismos
psicodinámicos que caracterizan a unas y otras. Fácilmente el individuo puede
pasar de una compulsión permitida a otra prohibida, pues ambas esconden de diversa
manera el transfondo de su miseria afectiva y de su potencial peligro ecocida.
La compulsión se
acompaña de una insensibilización frente a la variedad, sometiendo todo
encuentro y experiencia a un afán acumulativo. Es el caso del cazador que
arrasa con una especie viviente, pensando sólo en las ganancias que obtendrá de
la venta del marfil o del comercio de pieles. Pero es también lo que acostumbra
hacer el empresario que valora el mundo a través de las anteojeras del mercado.
Desdeñando la riqueza del encuentro singular, el compulsivo se empecina en
transformarlo en una realidad abstracta, que pueda poseer de manera universal,
como acontece al acumulador de monedas. La compulsión es la avaricia de quien
sacrifica la gratuidad del instante, por el temor a perderse en una red
interpersonal cálida que exige de nosotros ser algo más que máquinas
calculadoras. En un mundo completamente monetarizado, sujeto a los vaivenes de
la oferta y la demanda, el dinero aparece como sustituto de la relación
afectiva, fetiche que alimenta la ilusión de poder manejar a los demás mediante
estrategias genéricas y despersonalizadoras. A través de la compulsión se pretende,
en vano, recuperar una vinculación interpersonal perdida en la aridez de los
diálogos y comunicaciones funcionales. Intento que termina siempre en todo lo
contrario de lo que se busca: la destrucción de dichos vínculos y el más
completo aislamiento.
CUARTA PARTE
Ejes del ecosistema humano
Ecosistema humano
Existe una
semejanza entre las relaciones que mantienen los seres vivos con su ambiente y
aquellas que establecen los seres humanos entre ellos mismos. Conceptos como
ecosistema, dependencia, singularidad, nicho, medio ambiente y contaminación,
resultan adecuados para describir los intercambios culturales, sexuales y afectivos
que acontecen en la institución escolar, en el seno de la familia, o en la vida
social.
Los seres humanos
constituimos un ecosistema dotado de un medio ambiente afectivo y simbólico que
nos proporciona los elementos necesarios para nuestro sustento emotivo y
cultural. El ecosistema humano está conformado por las expresiones afectivas y
simbólicas de las personas que integran el grupo. Como todo ecosistema, el
ecosistema humano es una construcción colectiva en la que participan muchas
singularidades, articuladas entre sí para generar soportes culturales y
afectivos.
La estabilidad y
riqueza del ecosistema dependen de la variedad de esfuerzos que realicen los
miembros para lograr lo que cada uno necesita para su crecimiento. La variedad
no es en este caso de especies sino de culturas y personalidades, de modos de
ver el mundo y de expresar su singularidad. La vida cotidiana se nos presenta
como un auténtico problema de ecología interpersonal o, si se quiere, de
ecología humana. Es, por excelencia, una relación que señala la
interdependencia, a la vez que nos muestra el camino para afianzar nuestra
singularidad. Su dinámica determina en gran parte la calidad del alimento
cultural y afectivo que obtenemos de nuestros nichos sociales.
Medio ambiente interpersonal
La racionalidad
ecológica no atiende solamente a las condiciones climáticas o bioquímicas
indispensables para asegurar la integridad biológica. En el caso del ser humano,
da cuenta además de las necesidades culturales, afectivas y simbólicas, que
entran a constituir ese medio ambiente tan peculiar que es el campo de las
relaciones interpersonales. Necesitamos de los otros tanto como necesitamos del
oxígeno para vivir y si no contamos con su afecto y reconocimiento, sentimos un
dolor y angustia similares a los que nos produce la falta de agua o alimento.
El medio ambiente
interpersonal es un espacio surcado por palabras, gestos, valores y afectos,
cuya conservación requiere tantos o más cuidados que aquellos que debemos
dispensar al ambiente físico. Los componentes de este medio ambiente
interpersonal están determinados por la cultura de cada grupo.
El medio ambiente
interpersonal, surcado por imágenes que dan sentido a nuestros actos y
anhelos, es ante todo un espacio comunicativo que requiere de un movímiento
constante, y cuyo flujo puede verse interferido, produciendo en el sujeto gran
sufrimiento y una sensación de muerte inminente.
Al igual que todo
ecosistema, para mantenerse y asegurar en su interior el desarrollo de la vida,
el medio ambiente interpersonal debe cuidar y fortalecer dos niveles básicos de
funcionamiento representados en la dependencia y la singularidad. Gracias
a la dependencia se mantienen las cadenas energéticas y tróficas de las que
todos los seres vivos se alimentan. Por otra parte, gracias a la singularidad,
se mantiene la diversidad de especies e individuos que aseguran la riqueza y
estabilidad del bioma.
Dependencia
afectiva
La ecología ha
puesto de relieve la estrecha relación que existe entre el ser vivo y su medio.
El ecosistema es una construcción colectiva en la que participan muchas
singularidades, articuladas entre sí para generar cadenas vitales y
energéticas, de las que disímiles especies se alimentan. La pregunta: ¿contra
quién luchas?, promovida a fines del siglo XIX por la ideología del darwinismo social, es
reemplazada, desde la perspectiva ecológica, por la pregunta: ¿con quién
vives?, o, mejor aún: ¿de quién dependes? Se produce así un cambio radical en
la visión que tenemos de la relación existente entre individuos y especies.
Al
"diferencial de sobrevivencia" sugerido hace 100 años por el profesor
Huxley, tomando la figura de un espectáculo de gladiadores donde los más
rápidos, alertas y ágiles sobreviven para luchar nuevamente al día siguiente,
es necesario oponer el "diferencial de cooperación" a que apunta
Kropotkin, señalando, por la misma epoca, que los miembros de una especie están
mejor preparados para la supervivencia cuando muestran una disposición a
cooperar con otros en la solución de mutuas necesidades.
La supervivencia
no es la presea que obtienen, en una guerra de todos contra todos, aquellos que
someten a los otros a su señorío y dominio. La sobrevivencia y el
enriquecimiento de la vida son el producto de la articulación de muchas
especies y seres singulares al interior de un ecosistema, cuya estabilidad y
riqueza dependen, ante todo, de la variedad de seres que alberga y de la
conjunción de esfuerzos por lograr lo que cada uno necesita para su
crecimiento.
Por una mala
comprensión de la noción de autonomía, se suele considerar que ésta consiste en
imponernos al ambiente, negando las relaciones de mutua dependencia.
Reconociendo la interdependencia como base imprescindible de la convivencia, la
ecología humana asume como eje central del ecosistema la dependencia afectiva,
cultural e interpersonal que mantienen los seres humanos entre sí.
Para que el niño
adquiera la independencia, es decir, la autonomía en todos los aspectos, es
indispensable que haya vivido sin conflictos la dependencia afectiva a fin de
que pueda emerger su singularidad. La dependencia afectiva debe fomentarse y
su estimulación consiste, simplemente, en dar y recibir cariño, alimento
insustituible que viene a suplir esa carencia humana en que se funda la
voracidad afectiva que nos caracteriza.
Uno de los ejes
de la crisis ecológica de la interpersonalidad reside, precisamente, en la
contradicción que nuestra cultura impone entre dependencia y singularidad.
Parece como si a diario nos viésemos en la obligación de escoger entre obtener
alimento afectivo o luchar por nuestra realización personal. Se cree incluso,
por parte de algunos, que la mayor prueba de amor consiste en entregar nuestra
singularidad al ser que amamos, pues renunciar a sí mismo es la máxima prueba
de la fidelidad del amante.
Esta paradoja
causa gran sufrimiento porque es irresoluble. Ni podemos renunciar a la
dependencia afectiva ni tampoco a la expresión de nuestra singularidad. Ambas
son experiencias insustituibles. De lo que se trata, en la vida interpersonal y
afectiva, es de poder acceder simultáneamente al alimento afectivo, sin que
ello sea obstáculo para el pleno desarrollo de nuestra singularidad.
Nicho afectivo
El medio ambiente
interpersonal es una trama viviente que nos alimenta con afecto, imágenes y
sensaciones, del cual dependemos de manera tan inmediata y urgente como nuestro
organismo del aire, del agua y de los nutrientes de la tierra. Necesitamos de
los demás tanto como nuestros cuerpos necesitan del oxígeno y la luz. Vivimos
para los otros, para capturar sus gestos y obtener su reconocimiento, sedientos
siempre del afecto y la seguridad que el contacto puede darnos.
Al interior de
cada ecosistema existen nichos, o sea, lugares que los diversos seres vivientes
prefieren para encontrar refugio y tomar su alimento. En el ecosistema humano
este alimento es de naturaleza afectiva y de allí que ese lugar se denomine
nicho afectivo. Los nichos son los lugares donde el ser humano satisface su
necesidad de dependencia y se constituyen por ello en auténticos abrevaderos de
afecto.
El nicho cambia
en los seres humanos de acuerdo con la edad cronológica de la persona. De esta
suerte, uno es
el nicho del niño durante su primer año de vida y otros diferentes durante la
infancia, la adolescencia, la madurez y la senectud. Lo que varía son los
lugares de la trama interpersonal, pero las características del nicho siempre
son las mismas, pues su papel es proveer al individuo de afecto y seguridad,
básicos para el ejercicio de su singularidad.
Las situaciones
culturales o el tipo de identidad social que se asume inducen también alguna
variabilidad, lo que no resta constancia a la necesidad que tiene todo ser
humano de contar con un lugar donde reciba alimento afectivo y
seguridad en su vivencia inmediata.
Por extraña
razón, los seres humanos no cuidamos con suficiente celo nuestros nichos
afectivos, acostumbrándonos a recibir y ofrecer afecto contaminado con
chantajes y violencia. Nos acostumbramos a recibir y dar cualquier tipo de
afecto, sin que medie un control de calidad afectiva, pues creemos que ante la
indigencia emocional en que vivimos cualquier oferta de cariño es buena. Por
obtener afecto, estamos incluso dispuestos a lanzarnos a experiencias
destructoras, para después lamentarnos de lo sucedido.
Es indudable que
el más importante de los productos contenidos en el nicho afectivo, para
proveer a los beneficiarios del mismo, es el contacto corporal directo. Esta
es la matriz del afecto y ningún ser humano puede, sin menoscabo de su
equilibrio, prescindir de ella. Se ha comprobado que la deprivación táctil y
sensorial a un adulto sano lo conduce en pocas horas a la desestructuración
cognoscitiva. Y en el caso de los niños, la seguridad personal tiene su base
más firme en la confianza que deriva el niño de la aceptación que de su cuerpo
hacen los adultos con quienes entra en contacto, proporcionando un adecuado
desarrollo a su yo corporal.
Es tan importante
la vivencia táctil para la vida humana que cuando se presenta una alteración
de la modalidad del tacto profundo —canalizada a través del llamado sistema
propioceptivo—, se evidencia en el desarrollo infantil un severo trastorno de
los procesos que llevan a la condición humana, como sucede en el caso de la
psicosis que se ha denominado autismo infantil. Es tan importante el afecto,
que los seres humanos soportamos la ausencia del sentido de la vista, de la
audición, pero nunca la ausencia del tacto, sentido afectivo por excelencia.
Durante la
Segunda Guerra Mundial tuvo lugar una experiencia dramática y reveladora, que
condensa como ninguna la importancia del tacto y el afecto en el desarrollo de
los seres humanos. En medio de la guerra, se construyeron en Inglaterra
albergues para huérfanos que, por la situación de emergencia que se vivía y la
escasez de personal, eran atendidos por un pequeño núcleo de asistentes que
tenían a su cargo una población de varias decenas, incluso, cientos de niños.
Las necesidades básicas, como alimentación y atención médica, estaban
cubiertas, pero era imposible que los pequeños recibieran atención
personalizada o que les prodigaran caricias u otro tipo de contacto cuerpo a
cuerpo. A pesar de la protección que recibían, estos chicos por lo general
morían antes de cumplir los tres años de edad, afectados por una extraña
enfermedad del sistema inmunológico, una especie de SIDA de la época, pues
perdiendo sus defensas llegaba un momento en que nada podía protegerlos. Hoy
sabemos que para que se desarrolle el sistema inmunológico son fundamentales
la caricia y el abrazo, la estimulación táctil y los sistemas de apoyo
afectivo, de los que necesitamos los seres humanos como si se tratara del más
preciado alimento.
El tacto y el
contacto corporal directo son experiencias imprescindibles tanto para la
vivencia infantil como para la vida adulta. La contaminación de los nichos
afectivos pone en peligro nuestra existencia como seres singulares, pues se
puede deteriorar nuestra salud física y, con toda seguridad, cargaremos con una
muerte psicológica, incluso sin que logremos comprender la causa de nuestro sufrimiento.
Singularidad
El reconocimiento
de la singularidad constituye uno de los ejes de la ecología humana, que
considera además esta característica fundamental del ser humano como condición
de posibilidad de su libertad.
La singularidad
alude a la fuerza que nos constituye como seres diferentes e irrepetibles
dentro del ecosistema interpersonal, fuerza que va ligada de manera estrecha
a la experiencia sensorial de nuestro cuerpo y a la manera como accedemos a la
dinámica cultural. La singularidad desborda las nociones de identidad personal
o el concepto de yo consciente. El que poseamos una fuerza diferencial no
quiere decir que podamos expresarla con palabras o definir lingüísticamente
sus cualidades. Frente a nuestra propia singularidad estamos en permanente
descubrimiento, aventura que llega hasta el momento mismo de la muerte. Y algo
más. Esa fuerza peculiar que nos constituye, sólo podemos conocerla cuando se
enfrenta a otras fuerzas, pues su expresión más auténtica se logra en la
dinámica relaciona!.
La uniformidad es
incompatible con la vida. Todo sistema vivo es a la vez singular y abierto,
residiendo esta singularidad y apertura en su estructura genética y molecular.
Siguiendo la premisa aristotélica de limitar la ciencia sólo al conocimiento de
lo general, la biología moderna, desde sus comienzos en el siglo XVIII, prácticamente
había disuelto al organismo individual, a tal punto que Buffon llegó a afirmar
que las especies eran los únicos seres de la naturaleza. Pero el mismo
desarrollo científico llevó a que renaciera, en las últimas décadas, con una
radicalidad insospechada, el fenómeno de la singularidad. Hoy podemos afirmar
con toda seguridad que en cualquier población viviente, incluidos los
organismos unicelulares, es prácticamente imposible encontrar dos individuos
exactamente ¡guales, aun dándose el caso de que su estructura genética fuese
idéntica. Esta diferencia entre los individuos vivientes aumenta en las
especies superiores y en el hombre, mucho más expuesto a las influencias del
ambiente. Fue por eso que después de un minucioso estudio de las posibilidades
combinatorias del sistema genético, J. Dausset se atrevió a decir, hace algunos
años, que estaba dentro de la lógica científica constatar que cada ser humano
era único sobre la tierra, no siendo de ninguna manera aventurado afirmar que
nunca han existido dos personas ¡guales. Cada ser viviente, cada ejemplar de la
especie humana, es un organismo bioquímicamente único, hecho que se debe a la
constitución específica de su genoma, a la estructura peculiar de sus
proteínas, a la conformación de su sistema inmunitario y a las influencias del
medio, la geografía y la cultura.
La singularidad
del ser humano no se agota en lo molecular y genético. Ella se sustenta
también, y de manera muy especial, en la complejidad y desarrollo del cerebro.
Al igual que acontece en otros mamíferos superiores, el encéfalo humano
permite una creciente participación de los eventos exteriores en el desarrollo
individual, todo ello gracias a la amplitud de las zonas no específicas de la
corteza cerebral y a la lentitud del proceso de maduración cerebral durante la
infancia. En nuestra especie, las últimas fases de desarrollo ontogenético
están estrechamente ligadas con eventos exteriores y aleatorios que
determinan, gracias a la riqueza de experiencias y estímulos, el desarrollo de
las capas mielínicas y de la interconexión sináptica. Aunque en términos
generales el número de células cerebrales y la estructura del encéfalo es
similar en todos los individuos de la especie, es prácticamente imposible
encontrar dos adultos humanos con sistemas nerviosos idénticos. La complejidad
del cerebro parece superior incluso a la del propio sistema genético. Mientras
un ser humano posee cerca de dos mil millones de genes, el número de neuronas
se evalúa en varias decenas de miles de millones. Se ha demostrado que las neuronas,
encargadas como todas las células de nuestro cuerpo de producir enzimas y
proteínas necesarias para su metabolismo, no son rigurosamente idénticas ni de
una raza a otra, ni siquiera de un individuo a otro. Si añadimos a esto que
cada neurona está conectada a las demás por millones de dendritas o
terminaciones axónicas, gracias a las cuales recibe y retransmite información
como si se tratara de una finísima máquina electrónica —conexiones que se
establecen y desaparecen de acuerdo con la experiencia—, se comprenderá que es
prácticamente imposible que dos individuos tengan una red sináptica igual. No
hay dos cerebros que funcionen de la misma manera.
Cada individuo
tiene una singularidad biológica expresable en términos genéticos, bioquímicos
y cerebrales, dando lugar a una sorprendente diversidad que se ve incrementada
si tenemos en cuenta la singularidad de los sistemas hormonales, del sistema de
histocompatibilidad, así como el polimorfismo de inteligencias. Buscando lo
idéntico, la ciencia se encuentra cada vez más con lo singular y diverso. Estos
hallazgos pueden resultar pertubadores para aquellos que quieren seguir sustentando
sus métodos de análisis en el punto de vista de lo uniforme y lo homogéneo,
pero resultan reconfortantes para quienes creemos que tras la búsqueda de la
perfectibilidad humana y de los proyectos de homogeneización y nivelación que
animan a políticos y científicos, se esconde con frecuencia un peligro mortal
para la singularidad y la libertad humanas.
Si la
singularidad, como hemos visto, tiene profundas raíces biológicas, no vemos por
qué no puedan encontrar igualmente sustento la diversidad de búsquedas culturales
y cognoscitivas que se integran dentro del concepto de libertad. Ha mostrado la
ecología y las reflexiones contemporáneas sobre la crisis del medio ambiente
que la homogeneización es altamente peligrosa para las especies biológicas, pues
las torna más susceptibles a las plagas e infecciones y les resta capacidad de
supervivencia. La vida es una aliada natural de la diversidad. Cualquier
intento de homogeneizar la especie humana resulta a la postre desastroso. Por
eso, antes que recitar de nuevo discursos caducos que obstaculizan el
polimorfismo biológico y cultural, deberíamos preguntarnos más bien por las
angustias y miedos, por los diques y obstáculos que se levantan sigilosos
contra la emergencia de la singularidad, llevándonos por caminos desuetos y
empedrados de nostalgias que siguen tributando a la utopía de la
homogeneización.
El camino
expedito al conocimiento de la singularidad es el que sigue la huella del
contexto y la sensibilidad. Es en el plano de lo sensible donde habitan
nuestras más radicales diferencias. Es en la manera de percibir los olores,
las caricias o el tacto, en nuestros ascos y alergias, en los pequeños goces y
las exaltaciones emocionales, donde deja con más claridad su marca nuestra
irreductible singularidad.
La concurrencia
de singularidades es lo que da fortaleza y solidez a un ecosistema. Tal es el
caso de la Amazonia colombiana, pues la pluviselva tropical exhibe gran
estabilidad a pesar de estar asentada en un suelo pobre, con una capa vegetal escasa.
Su fuerza está relacionada con la variedad de especies que alberga, haciéndola
el más rico reservorio de biodiversidad del planeta.
La inmunidad y
los sistemas protectivos de los ecosistemas dependen de fenómenos colectivos
relacionados con la diversidad de especies que concurren en su conformación.
Entre mayor diversidad, mayor capacidad de resistir a los acechos biológicos o
geoclimáticos. Esa es la razón por la cual los monocultivos humanos se muestran
tan frágiles ante las plagas y tan necesitados de protección exterior.
La singularidad
es, sin lugar a dudas, la auténtica riqueza del ecosistema. Eso lo saben a la
perfección las personas encargadas de proteger y reconstruir los ecosistemas
naturales. Lo más importante es defender y cultivar la diversidad. Lo otro,
las cadenas de interdependencia, la integración de los ciclos biológicos y
climáticos, los mecanismos de regulación y el acople de metas, vendrán por
añadidura.
Conflicto entre
dependencia y singularidad
Puede parecer
sencillo afirmar que los seres humanos necesitamos de la caricia, pero la
simpleza de esta afirmación se confronta con una realidad compleja cuando
constatamos que, aun en la intimidad, propinamos y recibimos con más frecuencia
maltratos que ternura.
Nuestra cultura
se caracteriza por enfrentar en un conflicto irreconciliable dos necesidades
básicas del ecosistema humano: la dependencia afectiva y la expresión de la
singularidad. Se ha entronizado una peculiar visión de la realidad que se
empecina en negar —y hasta considera vergonzosa— la dependencia afectiva,
violentándose además la emergencia de la singularidad por la aplicación de
esquemas de desarrollo personal estandarizados que atienden tan sólo a las
exigencias productivas. Estas dos urgencias irrenunciables resultan negadas y
apabulladas, pues a la vez que se subvalora la dependencia afectiva, se
promueve una dinámica social que induce a expresar nuestra singularidad por la
vía guerrera del éxito social y económico, exaltando el culto a la eficiencia.
La destrucción de
la interdependencia y el aplastamiento de la singularidad tienen como
propósito central incrementar la eficiencia y la productividad a ultranza.
Destruimos los ecosistemas naturales porque no son rentables y extendemos el
monocultivo porque éste nos permite más ganancias, así terminemos acabando con
las cadenas tróficas y la variabilidad de las especies. Lo mismo que hacemos
con la naturaleza lo hemos hecho con nuestros semejantes.
No sólo atentamos
contra nuestras relaciones de dependencia sino que, obsesionados por la
eficiencia, terminamos maquinizando y homogeneizando a los seres humanos, con
lo que aplastamos la diferencia y la singularidad. Muchos de nuestros
problemas actuales no son más que expresión de esta crisis ecológica de la
interpersonalidad, de la que poco se habla mientras se hacen campañas para
proteger lagunas y bosques.
La
homogeneización disminuye la diversidad del ecosistema, produciendo
contaminación y crisis ecológica. Así se aplasta lo que hay en la persona de
individual y único, condenándola a ser sumisa, servil y esclava de autoritarismos
que suplen su incapacidad para ejercer la libertad.
Es hora de
empezar también a reconstruir el medio ambiente interhumano. Está bien que
cuidemos de los árboles y los pájaros, pero no es correcto que entre tanto
sigamos contaminando nuestras redes de dependencia afectiva y el entorno
comunicativo. Por eso, la ecología humana propende por una reconstrucción del
espacio cultural y comunicativo, a fin de generar un cambio de actitudes en la
esfera de la interpersonalidad. Será entonces posible fortalecer los
mecanismos de dependencia a la vez que se fomenta el surgimiento de la singularidad,
rompiendo la antinomia cultural que torna incompatibles estas dos experiencias
vitales.
Quinta Parte
Crisis ecológica de la interpersonalidad
Desastre cultural
Existe una
asombrosa similitud entre los desastres de los ecosistemas naturales y el que
podríannos llamar desastre cultural del mundo contemporáneo. Un desastre
ecológico se caracteriza básicamente por la convergencia de dos factores:
ruptura de las cadenas de interdependencia y aplastamiento de las
singularidades. Ambos actúan como factores recíprocos y conexos, pues el desencadenamiento
de uno de ellos lleva inevitablemente a la aparición del otro.
Destruimos las
cadenas de interdependencia cuando envenenamos las aguas o hacemos imposible la
articulación de las cadenas tróficas. El conocido caso de envenenamiento de
las aguas y la atmosfera con derivados del DDT es bastante diciente al
respecto. Destruimos las singularidades cuando arrasamos bosques para integrar
una especie animal o vegetal a la dinámica de mercado, o cuando fomentamos el
monocultivo, típico ecosistema artificial humano. Por ser un conjunto de
diferencias que interdependen, el ecosistema sufre cuando cualquiera de estas
dos coordenadas básicas es bloqueada. El sufrimiento se expresa en pérdida de
su capacidad inmunológica, mostrándose cada vez más vulnerable a todo tipo de
enemigos exteriores, o en estrés biológico que altera la capacidad de
supervivencia de las especies.
Las defensas del
ecosistema se construyen de manera colectiva por la confluencia de las
diferencias, al igual que las cadenas tróficas sólo logran articularse y
generar sistemas económicos de manejo de insumos y nutrientes a partir de la
integración de un conjunto cada vez mayor de seres singulares. Es imposible
establecer cadenas sólidas de interdependencia entre seres similares. Cuando
esto se logra, como en el caso de un monocultivo o una red de computadores, lo
que tenemos son dispositivos seriales incapaces de autorregularse sin la
intervención permanente del control humano.
El milagro de la
Amazonia, un ecosistema que alberga la mayor biodiversidad del planeta no
obstante extenderse sobre un suelo con una capa vegetal bastante pobre, radica
precisamente en que logra su estabilidad a partir de la diversidad de especies
singulares que en él concurren. Cualquier ecosistema artificial humano —una
plantación de algodón o café, por ejemplo—, necesita cientos y miles de veces
más aportes energéticos y cuidados suplementarios, no obstante ocupar terrenos
mucho más ricos que el de la pluviselva tropical. Sin embargo, aunque un
ecosistema natural exhibe por sí mismo virtudes envidiables en lo relacionado
con su estabilidad y capacidad autorregulativa, es bastante pobre al momento
de articularse a dinámicas de mercado donde lo que prima es el afán de
acumulación y la productividad a ultranza.
Es precisamente este
afán de productividad el gran responsable de la crisis ecológica, tanto en las
especies vegetales y animales como en la dinámica interhumana. Porque lo mismo
que sucede con los cultivos y los bosques, acontece también en la cultura. Si
por un lado se destruyen cadenas de interdependencia y se aplastan
singularidades a fin de articular algunas especies y variedades a la dinámica
del mercado, convirtiéndolas de esta manera en mercancías ubicuas, por el otro
se destruyen cadenas de interdependencia y redes sociales para producir un
consumidor masificado y desarraigado, que encuentra ahora su identidad y
pertenencia en el acto de concurrir al mercado.
Todos sabemos que
el peor enemigo del desarrollo capitalista son estas comunidades tradicionales
donde las relaciones sociales siguen siendo mediadas por patrones culturales
extraños al consumismo. Destruirlas, generando masas de migrantes que engrosan
la dinámica masificadora de las grandes ciudades, es condición indispensable
para que se articule un mercado incentivador de las dinámicas capitalistas.
Crisis ecológica
y consumismo
Desde hace cinco
siglos la cultura occidental viene en proceso creciente y acelerado de
constitución de un mercado mundial, que llega a su fase culminante en las
últimas décadas. Ha sido en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial
cuando el consumismo se ha implantado como práctica cultural predominante,
mediante la cual obtenemos identidad y sentido de pertenencia por el acto de
comprar los objetos que se nos ofrecen en el mercado.
Para que esto
suceda, es preciso contar con masas desarraigadas, incapaces de encontrar
reciprocidad en sus relaciones interpersonales por mecanismos diferentes a los
del consumo. Todos concurrimos a los almacenes y supermercados a comprar
individualmente —aunque perdidos en la masa—, aquellos objetos que nos ha
vendido la publicidad con mensajes incitantes que exaltan nuestra imaginación,
haciéndonos sentir seres especiales porque usamos ropa o zapatos de cierta
marca, o porque nos movilizamos en un coche de ciertas características. Toda la
publicidad está orientada a reforzar este tipo de dispositivo psicológico que
genera identidad y sentido de pertenencia, al entrar el individuo en el mundo
ágil y gratificante que nos ofrece un jabón, una bebida o el acceso a
determinado servicio. Comprando objetos genéricos, cada uno cree realizar su
singularidad, cuando lo único que logra es perpetuar los mecanismos de
homogeneización que son propios de las democracias de masas del capitalismo
contemporáneo.
La
homogeneización y señalización son necesarias para que los grandes monopolios
puedan asegurar un campo de visibilidad para la circulación de mercancías.
Podríamos decir que actuar serialmente —hacer cola para tomar un bus, pagar
impuestos u obtener un título universitario— es una de las habilidades
sociales básicas del mundo contemporáneo. Aquellas personas que no logran
articularse a los dispositivos fabriles de producción o a los mecanismos
empresariales y académicos de generación en serie, se ven expuestas a graves
dificultades de adaptación, pudiendo caer en la esfera de la psicosis y la
esquizofrenia. Hacer cola es sin lugar a duda una de las características
básicas del ciudadano civilizado.
La hipertrofia de
comportamientos consumistas y de patrones de conducta desterritorializados se
acompaña de un gran analfabetismo afectivo. El sufrimiento propio del
ecosistema humano, que padece un desastre cultural, se refleja en los altos
niveles de estrés, directamente relacionados con una creciente alexitimia. Es
decir, con una incapacidad para leer y expresar las emociones. En medio del
bullicio de las grandes urbes, estamos completamente solos e incapaces de
establecer relaciones singulares. Nuestras redes de interdependencia son cada
vez más exiguas y estrechas. Sólo logramos contactarnos con los otros a través
de los dispositivos de producción y consumo de mercancías. El trabajo termina
siendo el refugio a nuestra soledad.
Crisis de
productividad
Como todo
ecosistema, el ecosistema humano es susceptible de contaminarse, causando daño
a los seres que en él conviven. No solamente estamos viviendo un deterioro de
los ecosistemas naturales, sino que es posible constatar otro tipo de crisis
ecológica mucho más crítica y preocupante, cual es aquella que afecta de
manera directa al entorno interhumano.
La reflexión
ecológica ha mostrado la crisis de un modelo de racionalidad y de apreciación
de la realidad que, por estar centrado en la eficiencia y obsesionado por la
productividad, termina reduciendo a esquemas empobrecidos la diversidad que
espontáneamente se da en la vida. Se ha puesto de manifiesto la importancia de
la dependencia mutua en que se encuentran los seres y la forma como se integran
al conjunto viviente sin perder su singularidad. La crisis ecológica que
amenaza a la humanidad es consecuencia, ante todo, de la disminución de la
variabilidad dentro de los ecosistemas y de la obstrucción de los ciclos
alimenticios y metabólicos, alterando la mutua dependencia.
Al igual que ha
sucedido con la naturaleza, nos encontramos en la sociedad frente a una crisis
ecológica de la interpersonalidad. La crisis ecológica contemporánea puede ser
resumida en dos grandes ejes problemáticos, a saber: la ruptura de las cadenas
de dependencia entre los seres y la negación de la singularidad. Además, hemos
perdido masivamente el lenguaje de lo afectivo. Esto ha sucedido por el peso
concedido a una razón burocrática que tanto en la escuela como en el trabajo,
en la calle como en la familia, se propone moldear nuestros comportamientos
según los dictados de la lógica instrumental y operatoria. La homogeneización
y la estandarización se convirtieron en valores centrales de la civilización
contemporánea. La defensa de la singularidad pasa a segundo plano, a la vez que
sistemas tradicionales de dependencia, reconocimiento e intercambio afectivo
quedan rotos y heridos de muerte ante el avance de la urbanización y la
dinámica de mercado.
Así como para
explotar los recursos naturales debemos insensibilizarnos ante los bosques y
los ríos, de igual manera, para imponer a los seres humanos una lógica de la
explotación, es necesario romper con ellos nuestras relaciones íntimas y
afectivas a fin de integrarlos a nuestros proyectos productivos. Proceso que debe
repetir de manera indefectible cualquier comunidad que se articule al proceso
de modernización, que se levanta como bandera clave de la cultura occidental.
Las prácticas del
monocultivo y la serialidad industrial, auténtico nudo gordiano al que convergen
todos los desastres ecológicos, también se aplican a la vivencia humana. Al
igual que los cultivadores seleccionan una sola variedad o especie para
someterla al máximo rendimiento, también se ha querido homogeneizar al ser humano
en la fábrica y en la escuela, en el ambiente familiar y en la intimidad. La
llamada, por J. M. Idrobo, "contaminación del monocultivo", se ha
extendido también a la esfera de la interpersonalidad.
Pero se ha
constatado la fragilidad a que se ven expuestos los ecosistemas cuando se
reduce la variabilidad en beneficio de la explotación intensiva de una sola especie,
seleccionada por ofrecer mejores condiciones de rentabilidad y pingües
alternativas de maximización productiva. Los cultivos a gran escala y rotación
acelerada revelan su debilidad por carecer de la protección inmunológica que
les brinda la variedad, exigiendo insumos muchas veces superiores a los
requeridos por los ecosistemas diversificados.
Al ser suplidas
tales fallas con la utilización masiva de pesticidas y abonos químicos, se
altera la reproducción de los ciclos naturales, rompiéndose en muchos casos las
cadenas bióticas y haciéndose mucho más grave la disminución de la diversidad.
En el origen de la contaminación está casi siempre la presión del monocultivo.
La revolución verde, entendida como la selección de un solo genotipo —a
expensas de la variabilidad genética—, permitió que se llegara a poseer
genotipos de alto rendimiento, incrementándose a la vez las posibilidades de
súbitas catástrofes por el predominio de la homogeneidad, pues sólo la
diversidad en el seno de una población permite la aparición de defensas
selectivas y diferenciadas. La desaparición de las variedades concurrentes, al
igual que la serialidad en la producción industrial, son los efectos más
visibles de la entronización del monocultivo como modelo de guerra que se
sustenta en la simplificación y homogeneización, en la voluntad de erradicar
los conflictos, negar las diferencias y desarrollar instrumentos cada vez más
mortíferos y precisos para controlar a los enemigos, sean éstos plagas,
bacterias o seres humanos.
Contaminación del
ecosistema humano
A diferencia de
otros animales que se muestran muy celosos en el cuidado de sus nichos, pues
saben instintivamente que de ellos depende su seguridad y supervivencia, los
seres humanos descuidamos nuestros nichos afectivos, contaminándolos con todo
tipo de presiones y exigencias. En nuestra vivencia afectiva y cultural, esta
condición nos coloca en situación de extrema fragilidad.
Es frecuente que
al interior del grupo primario y de los dispositivos de socialización, la
satisfacción de necesidades de dependencia y la entrega de apoyo afectivo esté
condicionada al cumplimiento de ciertos patrones de eficiencia, o al respeto de
normas y modelos de conducta férreamente establecidos por los mayores, o, en su
defecto, por quien tiene en sus manos la autoridad.
"Te quiero
si eres como yo quiero que seas", es la frase en que se concreta este
chantaje afectivo, cuyo mensaje puede resumirse en la expresión: "Te doy
vida psicológica pero sólo si te sometes a mi autoridad". Esta situación
de violencia en la intimidad, que suele presentarse como dulce y necesaria, no
necesita recurrir a golpes ni a gritos, pero deja una huella profunda en la estructura
psíquica, cual terreno abonado y propicio para la aparición de conductas
destructivas tanto en la vida interpersonal como en la relación con la
naturaleza.
Otro factor
contaminante del medio ambiente Ínter-personal y de los nichos afectivos es la
funcionalización de las relaciones, lo cual puede verse claramente en el medio
familiar. Si pudiésemos filmar las actitudes de las personas, tanto en su vida
social como en su vida íntima, encontraríamos que con gran frecuencia sus
gestos son mucho más duros en el hogar que en los lugares de trabajo. Basta
con que lleguen a sus casas después de una larga jornada para que frunzan el
entrecejo y descarguen sobre las personas cercanas una carga de violencia que
contamina y poluciona el ambiente familiar.
Allí, bajo el
techo del hogar, priman pseudodiálogos que más parecen una comunicación entre
sordos, destinada desde sus comienzos al fracaso. Ejemplo de ello son los
padres que insisten a sus hijos para que les cuenten con sinceridad acerca de
sus problemas íntimos, mientras con sus gestos asumen una actitud censuradora
que cierra cualquier posibilidad de comunicación franca y directa. Tal como si
dijeran con sus palabras: "Desnúdate ante mí", pero con sus gestos y
su cuerpo enviaran un mensaje simultáneo que les dice: "Cuidado con defraudarme".
Doble mensaje que es percibido como una censura o castigo anticipado, por lo
que el hijo o el adolescente optan de manera espontánea y defensiva por
callar.
No valoramos lo
suficiente la importancia de esos gestos o palabras sutiles que poseen el poder
casi mágico de abrir o cerrar, en un instante, la comunicación interpersonal.
Basta un gesto cualquiera —unos labios que se fruncen, una mirada que se
endurece, un rostro que se tensiona—, para que la dinámica interpersonal cambie
por completo, iniciándose una reacción de simpatía o, al contrario, una cadena
de reproches o un insoportable silencio. Igual puede suceder con un simple
carraspeo o una mirada de reojo, que de manera inmediata bloquean la dinámica
comunicativa.
Entre personas
conocidas, los años de convivencia pueden endurecer la relación, actuando tales
gestos como declaratorias de guerra. Un enjambre de emociones se dispara y, de
un momento a otro, viejos rencores campean en la escena. Aliada a la memoria
corporal, la violencia hace su ingreso sin que nadie, de manera explícita, la
haya convocado.
Chantaje afectivo
El chantaje
afectivo consiste en imponer al niño, o a los adultos que comparten nuestros
nichos afectivos, ciertas pautas de conducta bajo la amenaza de privarlos de
nuestro cariño si no las cumplen. De esta manera nos aprovechamos del afecto
que el otro nos demanda, para horadar su crecimiento y seguridad.
La dependencia
afectiva nos reviste de un poder frente al niño o la persona que se acerca a
nosotros para calmar su sed de cariño y contacto. Este poder puede ser
utilizado para lograr obediencia, al precio de aplastar la singularidad del
otro, quien debe renunciar a sus deseos, emociones y fantasías, que son los
emisarios de su singularidad. Es el caso del niño amedrentado por adultos que
lo chantajean con el abandono o el retiro del afecto, situación que él vivencia
como amenaza de muerte, pues siente que su vida depende de la protección y
segundad que le brindan aquellos de cuyo apoyo necesita.
Como el afecto es
tan fundamental para el ser humano como el alimento y el oxígeno —pues
necesitamos de él con tanta urgencia como del aire que nos rodea—, el chantaje
afectivo se configura como una forma de violencia que impide la emergencia de
la singularidad humana. El chantaje afectivo es revelador del analfabetismo
emocional que padecemos, siendo incapaces de construir nichos afectivos sanos,
sin poluciones que provoquen crisis de la ecología humana.
Como el niño
depende del adulto, éste se vale de su poder para rechazar violentamente todo
cuanto proviene del deseo, la curiosidad, la tendencia al juego y a la exploración
erótica del infante. Estos fenómenos afectivos que se generan en el polo
fantástico de la conciencia y dan cuenta de la singularidad del niño, son
reprimidos y confinados por la violencia del adulto a las mazmorras del
inconsciente, quedando aplastado lo que el niño tiene de diferente.
Para destejer la
trama de la violencia íntima, es necesario reconocer las diversas situaciones
que configuran la práctica del chantaje, provocando una contaminación del nicho
afectivo y llevando a situaciones dolorosas. La negación de la reciprocidad
afectiva para obtener el asentimiento hacia una norma de conducta afecta tanto
al que la provoca como al que la padece. Unos y otros terminan encerrados en un
círculo vicioso que poluciona y hace irrespirable el nicho afectivo, cuya
capacidad nutricia se marchita, lanzando al ser humano a una búsqueda
errática de cariño. Esta búsqueda está condenada desde el comienzo al fracaso,
pues termina perpetuando en otros espacios la situación de la que se pretende
escapar.
Al igual que un
ecosistema muere cuando una singularidad muy fuerte destruye a las demás, pues
se queda sin el soporte necesario para establecer cadenas de interdependencia,
ningún afecto sano podremos tampoco obtener de una persona a la que hemos
arrebatado su singularidad. Ninguna razón es valedera para aplastar al otro su
singularidad, menos utilizando el chantaje afectivo. Es necesario aprender a
derivar afecto de personas diferentes a nosotros, independientes de nuestros
caprichos, de las cuales sin embargo dependemos de manera vital. E igualmente,
aprender a cultivar en nosotros mismos y en los demás el gusto por la
expresión de la singularidad, pues es ella el origen de la fuerza que
necesitamos compartir para enriquecer nuestro ambiente íntimo e interpersonal.
Diálogos
funcionales y diálogos lúdicos
A fin de
alejarnos de la práctica del chantaje afectivo y de la miseria afectiva en la
intimidad, es importante aprender a diferenciar, en el espacio dialógíco, los
diálogos funcionales de los diálogos lúdicos, ubicando su frecuencia y
proporción al interior del nicho afectivo.
Los primeros son
aquellos centrados exclusivamente en criterios de eficiencia, que condicionan
nuestra seguridad al sometimiento a normas arbitrarias e impositivas en el
terreno de la interpersonalidad. En estos diálogos se usa un lenguaje operativo
y están mediados por objetos, tareas o patrones de eficiencia, que impiden el
encuentro intersubjetivo de las personas que se sienten por ello cosificadas.
En el diálogo funcional siempre hay uno que manda y otro que obedece,
configurándose una situación que impide la emergencia de la singularidad,
máxime cuando el cumplimiento de la orden se logra recurriendo al chantaje
afectivo.
Los diálogos
funcionales están orientados a lograr la eficiencia, a imponer una verdad o a
afianzar la autoridad. Ellos son necesarios para la eficacia productiva y son
típicos del ambiente militar, fabril o empresarial, pero resultan funestos
cuando se entronizan en la intimidad. Aquí se constituyen en factores de
riesgo y generan frustración y violencia como resultado del aislamiento
afectivo a que se somete a las personas, contaminando gravemente el nicho
afectivo.
El predominio de
diálogos funcionales —uno de los principales factores asociados a la aparición
de cuadros de miseria afectiva, farmacodependencia y frustración sexual— puede
ser entendido como una polución del espacio comunicativo, fenómeno que atenta a
la vez contra las necesidades de dependencia y la emergencia de la
singularidad.
Los diálogos
lúdicos, al contrario, nos llevan al descubrimiento afectivo, sin temor a ser
censurados por permitirnos en la relación interpersonal una vivencia a la vez
cálida y azarosa, sin niguna expectativa de control o eficiencia. Ellos
constituyen un medio de intersubjetivación que permite explorar la fantasía y
generar sentido con el otro. El lenguaje utilizado en el diálogo lúdico no es
unívoco como el concepto, sino equívoco como la metáfora, que es su forma de
expresión más natural. No hay en ellos un superior que manda y un inferior que
obedece, sino dos interlocutores que se entregan al juego interpersonal lleno
de vivencias y de cuerpo.
Los diálogos
lúdicos constituyen el lenguaje propio de la intimidad, actuando como factores
protectores del ecosistema humano. Al contrario, los diálogos funcionales
cosifican a la persona contaminando el nicho afectivo. La relación dialógica
podemos vivirla, bien de manera lúdica o como una imposición funcional,
contaminando de esta manera nuestras relaciones interpersonales. La reducción
de la sexualidad al coito o al afán de penetración, la práctica deportiva como
carrera por las marcas y la subordinación de nuestra vida social al éxito económico,
son diversas maneras de contaminar las relaciones interpersonales, pues se
funcionaliza la relación entre los cuerpos, dejando de lado otros aspectos como
la gratificación afectiva, sexual, social e interpersonal, que se expresan a
través de la lúdica, la caricia, la cogestión y la exploración erótica no
centrada en lo genital.
Las dificultades
en la vivencia de la intimidad, la crisis de valores y los problemas en la
esfera de la realización, pueden ser abordados como bloqueos del flujo comunicativo
que necesariamente debe mantenerse al interior de nuestras relaciones,
perdiendo de esta manera el ecosistema estabilidad y viéndose amenazado de
destrucción. Como la ecología humana es una ecología de la cultura y la
simbolización, de la lúdica y el reconocimiento, del afecto y la convivencia,
del enriquecimiento de los mecanismos de soporte social y de las estrategias de
comunicación, se impone, por eso, reconstruir el espacio dialógico, sin
olvidar que la máxima expresión de la singularidad —propósito central de la
ecología humana— sólo se logra cuando no conflictualizamos nuestras fuentes de
alimento afectivo ni la dependencia que los otros tienen de nuestro cariño,
permitiéndoles así su libertad y crecimiento.
Sexta Parte
Paradigma de la ternura
Agarrar y
acariciar
En la vida
cotidiana nos debatimos minuto a minuto entre las posibilidades de agarrar o
acariciar. La mano, órgano humano por excelencia, sirve para ambas cosas. Mano
que agarra y mano que acaricia, son dos facetas extremas de las posibilidades
de encuentro interhumano. El agarre, que nos ha perfilado como grandes constructores
de instrumentos, nos ha tornado también sujetos propagadores de violencia.
Cosa diferente es la caricia. Para acariciar debemos contar con el otro, con
la disposición de su cuerpo, con sus reacciones y deseos. La mano que acaricia
es proveedora de ternura.
Cuando agarro,
como puedo hacerlo con cualquier objeto que tenga a mi lado, lo hago sin pedir
consentimiento, suponiendo que las cosas deben estar dispuestas a mi servicio
en el momento en que las necesito. Nos irrita que un objeto dejado en un sitio
elegido de antemano, no esté allí cuando vayamos a buscarlo. Al igual que agarramos
los objetos, lo hacemos también con las personas cuando pretendemos imponer
funcionalidad, cuando queremos integrarlas a una maquinaria eficiente, sometiendo
sus cuerpos y comportamientos a nuestra voluntad. "Niño, quédate
quieto", "no te muevas hasta que yo vuelva", "te dije que
hicieras esta cosa y no la otra", son expresiones que caracterizan esta
pretensión de someter a los demás a nuestros caprichos y deseos.
A diferencia del
agarre, la caricia es una práctica cogestiva, pues es imposible acariciar a
otro sin acariciarnos a la vez. Mediante la caricia producimos el cuerpo del
otro a la vez que éste nos produce. Acariciar es participar en un encuentro que
al final refuerza la emergencia de la singularidad. Al acariciar, actuamos
según una praxis incierta, especie de exploración que se va reformulando según
las reacciones de nuestro acompañante. Si alguien llegara a tener un plan
previo, rígido y definitivo para acariciar, es muy posible que termine
estrellándose contra el otro, convirtiendo la caricia en violencia.
La línea que
separa la caricia del agarre es bastante tenue. El ejercicio humano por
excelencia consiste en mantener un término medio entre estos dos extremos, como
si la mano estuviera impelida a coger y soltar, agarrar y acariciar, abierta a
una variabilidad de matices que es imposible definir por fuera del contexto en
que se producen. Como es tan fácil dejar de acariciar y empezar a agarrar,
aparece aquí un campo de conflicto nunca resuelto, frente al cual debe
levantarse de manera permanente una vigilancia ética.
Dilema ético de
la ecología humana
Somos sujetos
éticos en tanto poseemos un poder, ejercemos una fuerza. Puede ser ésta la
simple fuerza que se deriva de estar vivos en medio de otros individuos o
especies. Es por eso que la ética apunta a modular el uso de esta fuerza,
invocando la solidaridad necesaria para que la comunidad política pueda
mantenerse. Aunque suele presentarse como un ámbito discursivo, la ética se
alimenta de los sentimientos y la pasión. El suyo es el territorio de los
sentipensamientos. De las cogniciones afectivas. Punto de cruce del afecto y la
razón.
Las figuras de la
ética se enriquecen con las de la ecosofía, enseñándonos la manera de modular
la fuerza para no aplastar al ser viviente que se nos acerca. Asunto que no es
nada fácil. Todos hemos vivido la experiencia de ir a que nos acaricien y salir
llenos de heridas y moretones, preguntándonos después con asombro: ¿pero, que
ha pasado?, ¿acaso no era el amor? Es un lugar común afirmar que el amor duele
y basta sintonizar cualquiera de las emisoras que transmiten música popular
para escuchar las más variadas historias de personas que fueron a ser
acariciadas y volvieron maltratadas. Es preciso ahondar más en este conflicto
que a fuerza de costumbre se nos presenta como natural.
Creemos incluso
que nos incapacitamos para ayudar a las personas que más amamos, bien porque
perdemos la lucidez para hacerlo o porque quien nos necesita termina
rehuyéndonos. Es tanta la torpeza afectiva acumulada en nuestra cultura, que
nos parece apenas obvio que un médico no trate a sus parientes o seres queridos
cuando están enfermos, porque perdería precisión en sus juicios técnicos. Esto
sucede porque el amor, en vez de tornarnos lúcidos, lo que hace con frecuencia
es volvernos torpes.
La disociación
entre la cognición y el afecto nos ha cerrado el camino de integración de
estas dos esferas, camino que permite conocer de manera más fina y detallada
entre más comprometamos nuestros sentimientos, integración de saberes que
todas las culturas antiguas calificaron con el hermoso nombre de sabiduría.
A fin de
comprender mejor este fenómeno, quiero traer a cuento un suceso que muchos de
nosotros hemos vivido, bien en carne propia o a través de nuestros hijos. Somos
invitados el fin de semana a una fiesta infantil y el mago de turno saca de su
sombrero un pollito que obsequia a nuestro pequeño hijo. Este, alborozado,
hace planes para llevar el pollito a la casa, construirle una casita como es
debido, alimentarlo y hasta conseguirle compañía. Ya en el hogar, empieza el
sufrimiento. El animalito corre de un lado para otro y el chiquillo, pretendiendo
cogerlo entre sus manos, lo toma con tal brusquedad que creemos por momentos
que va a aplastarlo. Llega finalmente la noche, y en medio del bullicio creado
por el animalito, nuestro hijo decide dormir con él para darle calor. Al
amanecer del día siguiente, el pollito estará aplastado. Es grande el dolor
del niño al comprobar lo que ha hecho. El pretendía protegerlo y terminó violentándolo.
Quería dar ternura y terminó aplastándolo. La torpeza motriz del niño se va
corrigiendo con el tiempo, pero los adultos seguimos padeciendo una torpeza
similar en el ámbito afectivo. Cuántas veces, por ayudar, terminamos haciendo
daño. Cuántas otras, sin querer, maltratamos a los seres queridos. La historia
del pollito, a otros niveles y con otros personajes, se repite a diario.
El asunto ético
por excelencia, el dilema en que a diario nos vemos envueltos, la opción que
tomamos día a día, es si acariciamos o agarramos, pues lo que nos caracteriza
como seres humanos es pasar rápidamente y de manera casi insensible de una
esfera a otra. Al hablar de caricia, no estamos hablando sólo de la vida íntima.
Nos referimos, además, a otros espacios de la vida social que van desde la
escuela hasta la política. La caricia es una figura que tiene que ver de manera
estrecha con el uso del poder, pudiendo decirse que mientras el autoritarismo
es un modelo político agarrador y ultrajante, la democracia es una forma de
caricia social, donde nos abrimos a la cogestión y a la praxis incierta que es
necesaria para construir una verdad con el otro. Hay, por demás, instituciones
acariciadoras e instituciones agarradoras, habiéndose caracterizado la familia
y la escuela, en muchas ocasiones, por ser parte de estas últimas.
He ahí el dilema,
ético y estético, aplicable por igual tanto a la vida privada como a la
pública, al terreno amoroso como al educativo. Dilema, porque nos abre a una
paradoja, cual es la de reconocer lo cerca que estamos a la torpeza, lo fácil
que es empezar acariciando y terminar agarrando y manipulando. Etico, porque
confronta en todo momento nuestra posición de poder y nuestra capacidad de
intervención en un contexto humano. Estético, porque nos saca de la falacia de
las abstracciones donde nos ha llevado la racionalidad burocrática para
centrarnos en la dimensión práxica y cotidiana donde se perfilan la
sensibilidad y la singularidad.
Dilema que nos
obliga a abrirnos a la cotidiana realidad de un uso apabullador de la fuerza
que se solaza construyendo aparatos de terror, o, de manera alternativa, a un
uso delicado de la fuerza, que encuentra su máxima gratificación en ejercitar
ese cuidadoso aprendizaje que nos obliga a estar atentos al daño que podemos
producirles a los otros, incluso cuando nos acercamos a ellos sin intención de
violentarlos. El abrazo fuerte o lo que coloquialmente se llaman los besos
mordelones, son una buena muestra de este uso delicado de la fuerza. Pues no se
trata de renunciar a la pasión o la vehemencia. Lo que es necesario, más bien,
es instalar un campo de vigilancia ética para no aplastar a los otros con
nuestra insurgencia o poder, ni permitir, por supuesto, que nos aplasten.
Ternura
La mejor manera
de entender nuestra vinculación cuidadosa con el mundo es a través de la imagen
de la ternura. La ternura es el factor protector por excelencia del medio
ambiente interpersonal. Siendo lo opuesto al chantaje afectivo y a los diálogos
funcionales, la ternura es el único medio idóneo para favorecer la emergencia
de la singularidad y el alimento adecuado para la dependencia afectiva. Su
presencia en el mundo interhumano impide de raíz la aparición del tradicional
conflicto entre dependencia y singularidad.
La ternura es
también un modelo válido para entender nuestras relaciones no sólo con los
niños, sino también con los adultos, sean éstos compañeros de trabajo o
compañeros de intimidad. Ser tierno implica alejarse de la lógica del guerrero
que afanoso declara en abstracto su autonomía, pero implica también rechazar a
la vez todo camino que nos lleve al servilismo y a la violencia íntima. Sólo
es pensable la ternura desde la debilidad y la fractura. Partimos de reconocer
que necesitamos vitalmente del otro, pero que no podemos pagar el precio de
nuestra singularidad para acceder al cariño que necesitamos. Es pues, si se
quiere, una enunciación de fuerza desde la fractura, una ética de la debilidad,
una propuesta cogestiva para el amor.
La ternura es la
aceptación de que no somos autárquicos, de que no existen posibilidades de paz
y éxtasis permanente, de que nadie existe por y para darnos deleite, de que
todos los humanos somos diferentes y dependemos, por eso, unos de otros. La
ternura es, en fin, aceptar que necesitamos de los otros precisamente porque
son diferentes y que esa diversidad y esa dependencia son la base de la
riqueza y estabilidad del ecosistema humano.
La ternura, que
se expresa con palabras, gestos, tonalidades de voz, contactos corporales,
actitudes de reciprocidad y gestos de acogimiento, es la disposición a
fomentar y no dañar nunca la singularidad del otro. La ternura es el cuidado
inteligente que debemos tener en nuestras relaciones con los otros, teniendo
siempre presente que nuestro interlocutor es un ser ávido de afecto, con una
personalidad singular y única pero frágil, que necesita fortalecerse y
desarrollarse como requisito para ejercer la libertad.
La distancia
entre la violencia y la ternura, en sus modalidades tanto cognoscitivas como
discursivas, radica en esa disposición del ser tierno para aceptar al otro como
diferente, para aprender de él y respetar su carácter singular, sin querer
dominarlo desde la lógica homogénea de la guerra. Podremos hablar de ternura
en la política, de ternura en la investigación y ternura en la escuela,
siempre y cuando nos aceptemos como seres incompletos, para quienes la única
modalidad válida de relación es la cogestión. Sujetos jugadores, abiertos al
intercambio gratuito con la ignorancia y el azar, que al reconocer la necesidad
que tienen de la savia afectiva, se muestran dispuestos a apostar todo su saber
por degustar la tierna calidez de los instantes.
La ternura es
ante todo una caricia que nos proporcionamos, pues incluso la madre es tierna
con el niño sólo cuando lo es consigo misma. La ternura es un conjuro
destinado a colocar un dique a nuestra agresividad, para que no se transmute en
violencia. La ternura es la certidumbre de que no poseemos la verdad y que ésta
debe ser construida con el otro de manera cogestiva. Al tener conciencia de
nuestra relatividad y finitud, no intentaremos imponer la verdad por la
violencia, pues podríamos anular en el otro sus ¡deas y sentimientos, es
decir, su singularidad. La ternura es, pues, un conjuro contra la violencia,
una especie de canción que, como la canción de cuna, debe ser cantada cuando al
encuentro con una realidad que se nos resiste, sentimos el impulso de destruirla
o dominarla.
Decir ternura no
equivale a decir sumisión. Por el contrario, tener la capacidad de ser tierno
exige la posibilidad de rechazar rotundamente la violencia de que se pretenda
hacernos víctimas, pues tolerarla nos coloca en riesgo de convertirnos en
victimarios. De allí que para comprender esta paradoja, sea necesario recurrir
al ejemplo del gato, animal dispuesto siempre a la caricia, pero que reacciona
con fruición cuando es violentado. Debemos aprender a responder con irritación
ante cualquier intento de aplastar nuestra singularidad, sin caer en la
violencia o el rencor. Es decir, sin planificar deliberadamente la venganza a
fin de aplastar la singularidad del otro, o llenarnos de resentimiento y
dureza, al punto de no abrirnos nuevamente a la caricia y la cogestión.
La ternura es un
aprendizaje que implica compartir de nuevo nuestro cariño con aquella persona
que nos ha ofendido o hemos ofendido. Esta apertura no puede llevarnos a
justificar los círculos viciosos del maltrato y la estupidez afectiva. La
ternura es un derecho y un deber de la vida cotidiana, en cuanto podemos
exigirla incluso en los momentos más álgidos de la crisis, pero también debemos
ofrecerla siempre, pues nada justifica que no podamos compartir con el otro
nuestro calor. Es pues, una ética del conflicto, que nos permite sentar las
bases cogestivas para una reconstrucción de nuestra vida amorosa.
La ternura da
profundidad a nuestra aventura vital, acercándonos a la sabiduría. Abrirnos a
la dinámica de la ternura parece ser el gran reto de nuestra época. Enrutarnos
hacia la ternura es tener siempre presente en el horizonte la posibilidad de la
crueldad, de la violencia, a la que con tanta facilidad accedemos los seres
humanos; pues la ternura actúa como una especie de conjuro que impide que
cultivemos rencores y odios. Al igual que la madre canta la canción de cuna no
tanto para el niño sino para ella misma, para conjurar su posible irritación y
no hacerle daño al chico, también nosotros entonamos la canción de la ternura
para humanizarnos e impedir que caigamos en el embeleso del exterminio.
Ecoternura
De la misma
manera que el clima es determinante para el adecuado desarrollo de los
ecosistemas naturales, también la calidez es necesaria para el buen funcionamiento
de los ecosistemas afectivos. Para que puedan crecer las singularidades es
recomendable establecer controles de calidad afectiva que nos permitan estar seguros
de dar y recibir un afecto propicio al mutuo ejercicio de la libertad, sin
chantajes ni manipulaciones. Así como realizamos, para beneficio de los
consumidores, controles de calidad a los televisores, vestidos o alimentos, es
importante también establecer pactos de ternura que nos permitan cuidarnos en
medio del conflicto. El clima emocional es uno de los factores más determinantes
—si no el principal— en la definición del perfil de las instituciones laborales
y educativas, y por supuesto decisivo en la dinámica familiar. Aprender a
calibrar el microclima afectivo, ajustándolo para asegurar el bienestar de los
seres que de él dependen, es asunto tan importante como cuidar la adecuada
combinación de calor y humedad en un semillero o ecosistema vegetal.
Es posible que
encontremos en nuestras propias vidas, o en la institución o en nichos
afectivos a donde llegamos, un grave deterioro de las relaciones
interpersonales, como sucede con esos territorios afectados por la tala
indiscriminada de bosques y expuestos a la erosión. Encontraremos que
las fuentes nutricias se han secado, que la oferta de cariño ha menguado, que
los gestos se han endurecido y funcionalizado. Es entonces preciso acercarnos
al desastre con ecoternura. Nuestra tarea, en estos casos, no será diferente a
la de alguien que emprende con paciencia la reconstrucción de una microcuenca
o un humedal, de cuyo bienestar depende la vitalidad de un ecosistema. El
primer paso es sin lugar a duda no destruir más, dejar que crezca el rastrojo,
que broten nuevamente esas diferencias cuya emergencia impedía la dinámica del
monocultivo. El segundo paso será cultivar las singularidades que
espontáneamente broten o aquellas que traigamos para enriquecer el ambiente
empobrecido, favoreciendo las autorregulaciones que suelen desaparecer cuando
imponemos al ecosistema una lógica vectorial y jerárquica. En la vida interpersonal,
estos dos pasos podrían resumirse diciendo que debemos escuchar y acompañar el
crecimiento de las diferencias, sin quedar atrapados en la obsesión por el orden
o en las lógicas de guerra.
Una de las cosas
que más asombra de los ecosistemas es que, sin archivos ni burocracia, logran
preservar un conocimiento siempre actual, inmediato y sensible, perpetuado en
cada una de las singularidades y puesto en juego de manera espontánea cuando se
ve amenazada la vida de la especie. Ecoternura es desburocratizar el
conocimiento, convirtiendo su producción y conservación en una práctica
autogestiva. De nada sirve guardar archivos con conocimientos que no van a ser
compartidos con nuestros congéneres. No tiene objeto mantener información que
no va a enriquecer la vida cotidiana de la existencia singular. Ningún sentido
tiene acumular verdades que no se transforman en patrones de vida y criterios
ciertos para relacionarnos con las demás especies vivientes. No podemos seguir
pensando al técnico como sede del saber, porque el conocimiento no está ni
aquí ni allá, ni en el sujeto ni en el objeto, sino en un lugar intermedio,
lugar de la interacción y la construcción conjunta. Un modelo de conocimiento
que no excluya la ternura ingresa
necesariamente por la racionalidad ecológica, considerando
fundamental la dependencia, la descentración
y la singularidad, abierto a la interacción y sin
cerrarse en ningún momento con la arrogancia de un gesto
imperial. La naturaleza actúa
de manera flexible y abierta, sin planes definitivos. No se trata de tener
un solo plan sino de poder asumir todos los planes, abiertos a la articulación
y a las singularidades, prestos a alimentarnos del desorden y la incertidumbre.
En un mundo
armado hasta los dientes y cruzado por vientos de exterminio, es necesario
entender que la simbología guerrera ha llegado a su fin. Afirmación que nos
obliga a introducir una nueva simbología en el escenario político, que permita
reconocer la existencia del conflicto y la necesidad de la diferencia, a fin de
contrarrestar las consecuencias funestas de esta pasión por la homogeneización
que se traslada del monocultivo a las relaciones interpersonales. Los
plaguicidas responden a esa mentalidad cerrada que declara la guerra al
desorden, a lo indeseable, actitud que se expresa tanto en la producción
empresarial como en la intolerancia y fanatismo que caracteriza a ciertos modos
de vida familiar y social. La lógica de la gran producción capitalista, que
ambiciona producir lo homogéneo tanto en la fábrica como en la escuela y la
familia, genera una tensión productiva que destruye el abanico de
singularidades, fenómeno que pone en peligro nuestra existencia como especie.
Convivir en un ecosistema humano implica una disposición sensible a reconocer la
diferencia, asumiendo con ternura las ocasiones que nos brinda el conflicto
para alimentar el mutuo crecimiento.
Estrategias de
intervención
Enfrentar la
crisis ecológica de la cultura exige tener claro hacia dónde debemos dirigir
nuestros esfuerzos a fin de definir los pasos pertinentes para un proceso de
reconstrucción cultural. En primer lugar, como de manera simple lo sabe un
conservacionista, o como lo haría una persona empeñada en reconstruir un bosque
natural, lo primero es tratar de recuperar y cultivar las singularidades. Sin
un conjunto de singularidades, cualquier proceso de reconstrucción ecológica es
vano. Este punto es importante, pues frente a comunidades marginadas o en
situaciones de deterioro social, en muchas ocasiones los recursos disponibles y
las orientaciones estatales hacen más énfasis en solucionar necesidades
básicas, sin importar que el proceso de intervención sea paternalista o
autoritario, es decir, sin tener como cuidado central el cultivo de las
diferencias. En cualquier circunstancia, dentro de un proceso de reconstrucción
ecológica de la naturaleza y la cultura, la singularización es el propósito de
intervención más importante.
En segundo lugar,
cabe entender que la diferencia entre un proceso de reconstrucción agenciado
por el ser humano y la reconstrucción espontánea de un ecosistema afectado por
una inundación o un incendio, reside en que el primero está mediado por un afán
de control desde un plan único y centralizado, mientras el segundo se genera
desde un proceso de autorregulación sin centro privilegiado. Es decir, la
intervención humana hace más énfasis en la construcción previa de los sistemas
de intermediación y dispositivos de control, mientras el ecosistema natural
pone en juego toda la potencialidad de sus singularidades. Acceder a modelos
donde tengan cabida propuestas como las del orden por fluctuación u orden por
el caos, es el complemento necesario para un proceso que tiene como eje
fundamental la singularización, confiando en que las cadenas de interdependencia
se irán generando de manera paulatina en la respetuosa interacción de las
diferencias.
No debemos quedar
atrapados en el pensamiento burocrático que exige planificar nuestra
intervención cultural desde objetivos puntuales que respondan a un sistema de
costo—beneficio. No podemos hablar en el mismo lenguaje que buscamos desplazar.
Nuestras acciones son a la vez fines en sí mismas, pues cada una de ellas
adquiere el carácter de postura ética y estética que hace resonar, en el
ambiente cultural, una manera diferente de percibir la singularidad y la
diferencia. Como toda intervención, la nuestra es también una posición de
fuerza que busca confrontar hábitos y valores para generar nuevos modos de
apasionamiento, más proclives a una perspectiva ecosófica.
Desde la
perspectiva de la ecología humana es impensable y contraproducente una
intervención normativa. Definir modelos universales para obtener resultados
uniformes, no es más que reproducir las condiciones para generar nuevos
desastres ecológicos. Es necesario poner siempre de presente la singularidad
del individuo, grupo o ecosistema, aprendiendo a reconocer sus propios
procesos de bloqueo y autorregulación. Cada momento vital, cada grupo o
comunidad, necesitan de diferentes niveles de dependencia y configuran
diversos caminos de expresión de lo singular.
Un modelo de
intervención no debe entenderse como un esquema cerrado, sino como un diseño
tendiente a favorecer la circulación y comunicación dentro del ecosistema
humano, pero cuyo funcionamiento y concreción será siempre diferente,
dependiendo del grupo al que se aplique. Esta es la razón por la cual, desde la
perspectiva de ecología humana, un programa de intervención exige del promotor
gran creatividad e imaginación, y del grupo una comprometida labor de
autogestión. No se pretende hacer un manejo normativo de masas ni reproducir
conductas autoritarias que favorecen la violencia en la intimidad. Al
contrario, es necesario tener una gran flexibilidad en la intervención,
particularizándola y rediseñándola según las condiciones concretas que se
enfrentan, sin olvidar nunca que se trata de un proceso de creación colectiva y
no simplemente de la aplicación o reproducción de un nuevo modelo para el
manejo de grupos, el control psicológico o la valoración estandarizada de la
personalidad.
No se trata, como
podrían pensar algunos, de una variante de la terapia de grupos o de un
trabajo que refuerce la identidad o actitud de mando del técnico o profesional.
Este no es más que un articulador entre la tradición científica y la
comunidad, participando él mismo del proceso autogestivo que debe redundar en
cambios reales del medio ambiente interpersonal en el que interviene. El
trabajo deslinda, pues, el marco de una sesión o reunión grupal tradicional,
para enfrentarse a la vida humana, buscando, como toda intervención ecológica,
un cambio actitudinal hacia el ambiente que favorezca los mecanismos de
dependencia a la vez que fomenta la expresión y crecimiento de la singularidad.
Reconociendo la
peculiaridad y fragilidad de cada ecosistema humano, debemos intervenir sin
opacar la riqueza de la vida cultural que se nos ofrece, ni perder de vista
que el objetivo prioritario es fomentar el desarrollo de la diferencia sin
poner en peligro el alimento afectivo indispensable para el crecimiento de la
singularidad. Asegurar la coexistencia de la dependencia afectiva y la autorrealización,
desarticulando los sutiles mecanismos del chantaje afectivo y la compulsión por
el éxito y la eficiencia, es la manera adecuada de prevenir la aparición de la
crisis ecológica de la interpersonalidad.
Séptima Parte
¿Sabe Ud. comunicarse afectivamente?
Un momento de
reflexión
Deténgase ahora,
finalmente, a pensar un poco en usted mismo y en la manera como da y recibe
afecto. De hecho, existen muchas formas de dar y recibir amor y cariño.
Queremos a los demás y nos queremos a nosotros mismos de diversas maneras.
Cada día
establecemos comunicación con diferentes personas. Según nuestra ocupación o condición,
entablamos comunicación con nuestros hijos, nuestros alumnos, compañeros de
trabajo, familiares, amigos o pareja. De igual manera, nos hablamos a nosotros
mismos sobre distintos aspectos de la vida.
Ubiqúese en este
medio ambiente comunicativo y pregúntese de qué habla usted y con quién. Podría
ser que su vida, tanto en la escuela como en la familia, estuviera saturada de
diálogos funcionales, centrados en el rendimiento o en aspectos económicos.
Superar el analfabetismo afectivo y dar salidas a la crisis ecológica de la
interpersonalidad, es ante todo superar este nivel de diálogo completamente
operativo, para compartir con los otros algo más que aquello que compartiríamos
con una máquina.
Al invitarlo a
pensar de qué habla usted con los demás y con usted mismo, se pretende que
analice si su comunicación no está reducida a cosas prácticas, preguntándose
además por la manera como en su casa o trabajo, en la escuela o la vida social,
está comprometiendo su afecto al comunicarse con los demás.
La comunicación
no es solamente una herramienta práctica para dar informes o recibirlos. Es
también la mejor manera de establecer redes afectivas. Si usted se atreve a
reforzar el elemento afectivo de la comunicación, decidiéndose a dar y recibir
cariño y reconociendo la mutua dependencia, sin lugar a dudas su vida
cotidiana mejorará de manera sensible.
¿Se permite el
contacto corporal?
Dentro del
entorno comunicativo, el contacto físico que usted establece con los demás es
fundamental para determinar el tipo y calidad de la relación afectiva. Podría
al respecto preguntarse: ¿cuándo establece Ud. contacto físico con sus hijos?;
¿en qué situaciones establece Ud. contacto físico con su pareja?; en el
trabajo, ¿cuándo y de qué manera establece Ud. contacto físico con los demás?;
con sus amigos y amigas, ¿cuándo y por qué razones establece Ud. contacto
físico?; ¿cuándo establece Ud. contacto físico con sus padres?; ¿cuándo con sus
hermanos?; finalmente, ¿cuándo y de qué manera establece Ud. contacto físico
con sus alumnos?
Al respecto, vale
recordar que no existe palabra o discurso que pueda reemplazar la comunicación
gestual y el contacto físico. Lo fundamental de la educación, tanto en la
familia como en la escuela, puede transmitirse con el gesto, sin hacer uso de
las palabras. El discurso viene a matizar y precisar el clima afectivo que se
genera por la comunicación corporal. Por eso, cabe preguntarse por el tipo de
educación que de manera implícita, con nuestra actitud corporal, hemos estado
transmitiendo. Se trata de reformular este entorno comunicativo, teniendo
presente que el tacto y el contacto corporal son experiencias muy importantes
y necesarias, tanto para los niños como para los adultos.
Vivimos en una
sociedad en la cual el contacto físico se desprecia o es abiertamente
censurado, pues sólo se piensa en él cuando se habla de contacto íntimo en la
pareja. Sin embargo, está claramente demostrada la importancia que tiene
recibir todos los días, y en buena cantidad, expresiones de afecto físico que
pueden llegar 3 ser la clave para sentirnos seguros y enfrentar la vida. Por
eso, no lo piense dos veces y atrévase a expresar sus afectos mediante el
contacto físico; con su pareja, con sus hijos y alumnos, con sus compañeras y
compañeros, entendiendo que cada día nos brinda una nueva oportunidad de dar y
recibir afecto.
¿Practica Ud. el
chantaje afectivo?
Para que este
afecto que circula cotidianamente no se torne asfixiante y contaminante del
medio ambiente interpersonal, es fundamental que se reconozcan las situaciones
de chantaje afectivo, tanto las que Ud. propicia como aquellas de las que es
víctima. Hágase preguntas como éstas: ¿Le da a Ud. susto perder su autoridad
por demostrar cariño a alguien?; ¿pone Ud. condiciones antes de dar cariño?, y
si lo hace, ¿qué tipo de condiciones?; ¿da Ud. cariño a cambio de obediencia?;
¿saben las personas con quienes Ud. se relaciona, que cuentan con su cariño,
pase lo que pase?
Posiblemente
estas preguntas lo pongan a pensar, porque sin duda muchos de nosotros somos
chantajistas afectivos, pues nos hemos acostumbrado a dar y recibir cariño a
cambio de algo. Tal vez debamos recordar que el afecto es una necesidad básica,
tan importante como dar de beber a quien tiene sed, y que negarlo es tan grave
como no proporcionar aire puro a quien se siente asfixiado; por esto, no
debería existir ninguna condición para satisfacer esta urgente necesidad
humana. Si usted es un chantajista afectivo, atrévase a dar afecto pase lo que
pase. Con seguridad esto cambiará la calidad de sus relaciones.
Abiertos al
afecto
El afecto,
condición indispensable para el ejercicio de una vida sana, es algo que se
vuelve realidad todos los días, en las condiciones en que vivimos, con la
manera de ser que tenemos y los recursos con que contamos. Por estar habituados
a pensar en un amor ideal, muchos de nosotros nos sentimos incapaces de ofrecer
y recibir amor en la vida cotidiana. Es por eso que cuando nos enfrentamos a
relaciones con amigos o amigas, con los compañeros de trabajo o con los
alumnos, con los profesores o con nuestra pareja, nos sentimos incapaces de
encontrar la manera de expresar adecuadamente nuestros sentimientos.
Muchas veces
convivimos con personas que, al igual que nosotros, están necesitadas de
afecto, de seguridad. Aunque creemos estárselos ofreciendo, ellas no lo llegan
a saber nunca, porque no sabemos cómo expresar ese afecto. Establecemos
relación con los demás simplemente para intercambiar la información que nos
interesa, o para demostrarles nuestro éxito y poder. Pero pocas veces
establecemos relaciones en donde comprometamos a plenitud nuestros
sentimientos.
Pocas veces nos
comunicamos por placer, para compartir, porque sí. Creemos que al comunicarnos
con los demás o con nosotros mismos, tenemos que buscar alguna utilidad. Hemos
aceptado que el tiempo es oro y que todo en la vida debe servir para algo
práctico, y nos estamos quedando solos. Pero eso no es todo. Utilizamos el
afecto como una moneda y damos afecto sólo a quienes nos obedecen. Sin darnos
cuenta decimos: "Te quiero si eres como yo quiero que seas".
Atrévase por eso
a pensar en su manera de comunicar y recibir afecto, porque ahí puede estar la
clave para una vida mejor.
FIN
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